Opinión

Tantas vidas

Manuela Ortega Espinosa.

Manuela Ortega Espinosa.

Una niña de apenas dos años ve cómo unas sombras van llenando por la noche la casa familiar. Un pequeño pueblo de Jaén: Escañuela. Año 1947. Es la primera vez que Manolita sabrá de los maquis, de la guerrilla antifranquista. Cuando vaya creciendo, ni aquella madrugada ni otras que se le aparecerán en su memoria habrán caído en saco roto. La infancia en que todo tenía las dimensiones de los tebeos de El Guerrero del Antifaz o Zipi y Zape leídos a deshoras, o de las novelitas de Corín Tellado y sobre todo del Oeste, de las que ella misma nombra como de Marcial Lafuente Estefanía. Las que más le gustaban. Luego vendrían el abandono del pueblo y la llegada a València, a Burjassot, donde en el cine Tívoli se colaba de extranjis y “podías ver dos o tres películas en una misma sesión”. Y en alguna escapada, su primer sueño cumplido: ver el mar. La playa de la Malvarrosa, ese paisaje fascinante ante los ojos de una niña…

Eran los tiempos de la devastación. Desde muy joven supo de las visitas a la cárcel por la que pasaría casi toda su familia. La madre que parecía una ruina cuando el primer encuentro con sus hijas. Todo se quedaría sin faltar nada en su memoria: “Para los nacidos en la década de los cuarenta fueron tantos los años del hambre, de torturas, de cárceles, de miseria cultural, de habernos sumido en el analfabetismo y obligado a trabajar a edades muy tempranas, que nos fue robando la niñez”. Desde la primera página de Tomar partido. Memorias de un compromiso supe que recordar es volver a vivir lo de antes, lo que nos hizo felices y también lo que sufrimos a veces para siempre, el dolor que nos causaron y el que infligimos nosotros porque nada ni nadie está en posesión de la inocencia absoluta, de las traiciones que encontramos a nuestro paso y las veces en que a lo mejor -en la tradición que apuntaba Wittgenstein- fuimos nosotros quienes rompimos la confianza de los otros. Una vida es a fin de cuentas no sólo una vida sino las vidas que se van cruzando en nuestro camino. Y la vida que vivió Manuela Ortega Espinosa fue una mezcla infinita de vidas que se mezclaron con la suya desde que nació en 1945 hasta que ahora mismo sigue en el tajo de no dar nada por perdido cuando, cada vez más, cuesta demasiado mantener la esperanza en un mundo que no nos llene de vergüenza.

La militancia en el Partido Comunista fue casi toda su vida. Siendo poco más que una adolescente llegó a ocupar altas responsabilidades en el Partido. Conoció a lo más granado del comunismo internacional. El día en que Picasso, al saludarla cuando fueron presentados en una celebración, le rozó como en una caricia la mejilla y “mi emoción fue tanta que, al recordarlo, vuelve el rubor a mi rostro y la alegría a mi corazón”. Me la imagino en ese instante la plus belle pour aller danser, como cantaba Sylvie Vartan en los años de nuestra juventud. Encuentros y desencuentros entre camaradas. Cada cual con sus razones. Lo que más me ha conmovido de este libro inmenso es la vida que hay en sus páginas. Lo personal siempre es político. Y las emociones, como las que surgen de un libro recién descubierto o del miedo. Los nombres que vuelvo a encontrar en estas páginas, tantos años después de los tiempos difíciles. La amistad que, en el caso de Manuela Ortega y los hombres y las mujeres que la acompañaron en el viaje, sigue intacta a pesar de los enfrentamientos políticos que la llevaron a abandonar la militancia en el Partido Comunista en 1973. La otra amistad que siguió con sus heridas y fue difícil recuperarla en su integridad como en los tiempos del combate. Pero, por encima de todo, la seguridad de que dentro y fuera del Partido todo formaba parte para ella de un compromiso insobornable para que los sueños no se convirtieran, ni antes ni ahora, en una pesadilla. Y siempre, al fondo de esos sueños, Ítaca. La duración del viaje más que la llegada. Y en ese viaje también las pérdidas, decir adiós y tantas veces para siempre.

Todas las vidas son dignas de ser contadas. Lo que las habrá de significar como necesarias o inútiles será siempre la manera en que las contemos. Hace muchos años Primo Levi dejaba clara su postura: “En mi opinión, no se debería escribir de modo oscuro, porque un escrito tiene más valor, más esperanza de perennidad, cuanto mejor es comprendido y cuanto menos se preste a interpretaciones equívocas”. Cuando estaba en las primeras líneas de las memorias de Manuela Ortega Espinosa supe que era cierto lo que pensaba Levi de la escritura. Claridad absoluta. Sin florituras que enturbien el relato. He dejado para el final el homenaje a “sus madres”, a las mujeres que fueron su guía más imprescindible: “… aunque ellas ya no están, la historia que me contaron está sirviendo como botón de muestra de todas las mujeres que lucharon contra el fascismo. Nunca se rindieron y a pesar de ser vencidas, se sintieron vencedoras en su dignidad”. Esas palabras sirven no sólo para contar el pasado, sino para entender mejor el presente que ahora vivimos. O eso creo

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