Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Sólo para falleros

Esta columna saldrá el sábado del fin de semana grande de las fiestas falleras, después de la primera noche loca y en vísperas de la segunda noche loquísima, así que no es probable que la lean muchas personas. Si se tratase de fotos de presentaciones falleras, otro gallo cantaría, pero así, con un texto a secas que invita a la reflexión€, mal asunto. Tampoco sé si la UNESCO declarará nuestra fiesta patrimonio inmaterial de la Humanidad, como ya hizo con las fallas del Pirineo, tan diferentes, hace unos meses. En fin, que aprovechando que estamos en familia, me voy a arriesgar.

Lo que quiero decir se resume en tres palabras: ahora o nunca. Dicen que las Fallas son una fiesta enormemente popular, que despierta un entusiasmo sin límites, que es cultura popular de la buena€ No lo dudo: sin embargo, la gente que huye de Valencia en la semana josefina casi compone una migración de dimensiones bíblicas. Tampoco es raro encontrarte con comerciantes, taxistas o vecinos del común que echan pestes por la paralización casi absoluta de la actividad económica, por la suciedad inenarrable, por el ruido del que no se puede escapar, por tantas y tantas incomodidades y molestias. Pienso que ambas cosas son ciertas, que detractores furibundos y defensores apasionados tienen su parte de razón y que ya va siendo hora de que las Fallas se conviertan en algo que une a los valencianos y del que todos puedan sentirse orgullosos.

Hasta ahora esto no ha sido posible porque en los últimos veinte años la fiesta pasó de ser popular a ser pepelar (de P.P., pater putativus, dicho en honor de San José, y de lar). La banda del caloret, cuyo antiguo concejal de fiestas acaba de salir del talego, alentó una desmesura basada en la exhibición obscena de riqueza y de mal gusto. La falla que se llevaba el premio solía ser la que tenía un patrocinador más rumboso, el cual se cuidaba muy mucho de no incomodar a sus aliados políticos en los carteles que acompañan al monumento a cambio de llevarse (presuntamente) jugosas concesiones para sus negocietes mientras la ciudad se colapsaba con carpas en mitad de la calle, fritangas en cada esquina y un ambiente incivilizado que alejó a Valencia de cualquier ciudad europea en fiestas. La imagen que transmitía no era la del disfrute popular, sino la del mercantilismo consumista más exacerbado: tanto tienes, tanto vales, así que las fallas originales, pero pobres, no tuvieron más remedio que entramparse o resignarse.

Hasta aquí hemos llegado. El nuevo concejo municipal está obligado a replantear la fiesta fallera sobre supuestos diferentes. No lo tiene fácil. Por un lado tendrá que luchar contra su propio prejuicio de que las fallas no son progresistas (¿porque la ortografía sin acentos solo pervive en algunos llibrets?: por favor). Por otro, se enfrenta al reto de hacer, con menos gasto y con menor interrupción de la vida normal de la ciudad, unas fallas tan esplendorosas como las de antes de la degeneración. Adivino las críticas que se le van a hacer en el debe: que los artistas falleros pierden encargos, que los bares salen perjudicados, que si tal y que si cual, aunque salvaguardar la actividad económica de una ciudad de un millón de habitantes no deja de ser un haber incuestionable. Por si les ayuda en algo, yo les aconsejaría que intentasen convertir la actual muestra de incultura prepotente en verdadera cultura popular. Hubo un tiempo en el que los casales sostenían obras de teatro, concursos literarios, coros, grupos de danza, asistencia social a los desfavorecidos, en definitiva, un tiempo en el que constituían nudos imprescindibles del entramado social que es la ciudad. Pero esto supone pensar en los vecinos durante todo el año y no en el número de visitantes que se puede atraer en una semana. ¿Queremos que las fallas sean patrimonio cultural de la humanidad o un resort como tantos otros para disfrute de borrachos y de salvajes? Veremos.

Compartir el artículo

stats