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Átomo y arquetipo

Átomo y arquetipo

En Zúrich hay un archivo que guarda mil doscientos sueños del Premio Nobel de Física, Wolfgang Pauli. Este genio precoz de la mecánica cuántica, al que Einstein nombró informalmente su heredero, ya había formulado en la década de los treinta el principio de exclusión que le llevaría al Nobel. También había predicho la existencia del neutrino, una escurridiza partícula (no tiene masa) que no será descubierta hasta 1956. Nacido en una familia acomodada de la Viena de fin de siglo, una serie de acontecimientos catastróficos (su madre se suicida, su mujer le abandona) lo arrojan a la bebida. Se vuelve una persona irascible, sarcástica e insoportable, hasta que toca fondo y cae en manos de Jung.

Algo subliminal guía nuestra conducta entre bastidores. La idea es muy antigua y ya fue planteada por los budistas de Asia Central (la escuela de Vasubandhu). En las capas más profundas del inconsciente se almacenan incontables imágenes y experiencias compartidas que puede aflorar en circunstancias favorables. Un legado viviente al que Jung accedía mediante pacientes que sufrían intensas alteraciones emocionales. En ellas se ponen de manifiesto los arquetipos, imágenes primigenias de la psique que gozan de energía propia y una considerable autonomía. Imágenes capaces de dirigir el comportamiento e incluso adueñarse de la voluntad.

En su primer encuentro, Jung advierte enseguida que Pauli trae un rico «material arcaico» de «alto valor arquetípico» y lo refiere a una colaboradora que comienza a anotar cuidadosamente sus sueños. Con todo ese material, Jung escribe Psicología y alquimia y se inicia una estrecha amistad que se prolonga hasta la muerte prematura de Pauli en 1958. Se trata de un caso parecido al de Wittgenstein: Pauli pertenecía a una familia judía asimilada, de gran tradición intelectual, en la que no era fácil desarrollarse emocional y afectivamente. La correspondencia entre ambos genios, en donde se analizan los aspectos psicológicos de la realidad física, dará lugar a la teoría de la sincronicidad, uno de los intentos (no será el último) de resolver la vieja dicotomía entre matera y espíritu.

Pauli trataría en sus ensayos, de un modo recurrente, el proceso de la medida en la mecánica cuántica, y especialmente el papel desempeñado por el observador, diferente al que desempeña en la física clásica. La cuántica mostraba que la posibilidad misma de una observación objetiva debía ser abandonada. Pauli comparaba el efecto de la observación de un experimento subatómico con la transformación espiritual que describen las tradiciones alquímicas. De hecho, sus esfuerzos intelectuales estaban orientados a la formulación de una teoría cuántica de campos donde pudiera describirse la relación entre el campo y su fuente como dual y complementaria, comparando la situación del observador en su laboratorio con la relación entre lo consciente y lo inconsciente (objeto de las investigaciones de su amigo). En uno de sus artículos escribe: «Dado que el inconsciente no es mensurable cuantitativamente y por tanto no es susceptible de descripción matemática, y dado que cada estado de conciencia debe alterar el inconsciente, cabe esperar un «problema de observación» que, aunque implica dificultades considerablemente mayores, presenta analogías con la física atómica».

El interrogante acerca de la unidad de lo físico y lo psíquico será un tema recurrente de su correspondencia y de algunos de las conferencias de Pauli, como la que dedica a Kepler. Ambas formulaciones, las leyes estadísticas de la física y la psicología de los arquetipos, amplían la restrictiva idea de la causalidad. Según la teoría cuántica, el espectador pasa a ser actor y el investigador debe elegir previamente entre dispositivos experimentales mutuamente excluyentes. La situación del observador cambia. Ya no hay un espectador ajeno a lo que va a ver, sino que éste desempeña el papel de un agente activo que tendrá efectos sobre lo observado. El modo de mirar el mundo puede cambiar el mundo (una gran responsabilidad para los periodistas).

Como ocurre con la psique, que reúne en un todo lo consciente y lo inconsciente, «los fenómenos de la física atómica gozan de la propiedad de la ´completitud´, que hay que entender en el sentido de que no son susceptibles de descomponerse en otros parciales sin que cambie, en cada caso, el fenómeno total». Se han descrito (Montet) estos paralelismos entre los fenómenos físicos y psíquicos como de «sacrificio y elección». El concepto de sacrificio en física supone una renuncia a determinados valores (pérdida de conocimiento) en favor de otros. «En la medida física, el ´don del sacrificio´ no forma parte de uno mismo, sino de una porción del mundo externo, de modo que no produce la transformación del observador». Pauli afirma que si analizamos las relaciones entre la aparición de un contenido nuevo de conciencia y la observación en física (los instrumentos de medida pueden considerarse extensiones de los órganos sensoriales), constatamos que el nuevo contenido de conciencia queda incorporado como parte constituyente del sujeto perceptor. Y dado que el inconsciente no es mensurable cuantitativamente, y por ende no es susceptible de descripción matemática, cabe esperar también aquí un «problema de observación», aunque en lo que respecta a la psique las complicaciones sean mayores.

En su intento por integrar los descubrimientos de la física cuántica con los de la psicología analítica (la filosofía de la época estaba entretenida con sus lamentos), Wolfgang Pauli y Carl Jung publicaron un libro conjunto titulado The Interpretation of Nature and the Psyche, donde desarrollan la noción de sincronicidad, que ambos venían elaborando en su correspondencia. Los dos científicos trabajan en el borde de sus disciplinas. Pauli había contribuido decisivamente a poner patas arriba la física, que era la disciplina que dominaba sobre las otras ciencias. Jung trabajaba con un tipo de experiencias, sueños y premoniciones, que habían sido excluidos de los congresos de psiquiatría por considerarse acientíficos, debido, entre otras cosas, al dominio de la física mecanicista que ahora empezaba a desmontarse.

Tras distanciarse de Freud (que, dicho sea de paso, le abrió la puerta), Jung se había introducido en el estudio del inconsciente, un tema excluido del pensamiento occidental casi desde los tiempos del oráculo de Delfos. Se dice, pero es simplificar demasiado las cosas, que Freud utilizaba el concepto clásico (y newtoniano) de causalidad, mientras que Jung se servía de la complementariedad onda-partícula para explicar la relación de lo consciente con lo inconsciente. Sea como fuere, la idea de la sincronicidad nació de este mágico encuentro. La sincronicidad no es solo una coincidencia temporal de dos eventos que no tienen relación causal evidente, sino mucho más. Tanto Pauli como Jung la concebían como una ley secreta que unía lo físico y lo psíquico. Jung la describiría como «la simultaneidad de un determinado estado psíquico con uno o varios sucesos externos, cuyo sentido parece estar en paralelo al estado subjetivo momentáneo, o viceversa, en determinados casos.» Como apunta Jacobo Siruela en su excelente libro sobre el onirismo: «No se trata de la mera simultaneidad de dos acontecimientos, sino de la co-incidencia entre un estado psíquico y uno o varios acontecimientos externos que irrumpen simultáneamente. Estas coincidencias entre el hecho psíquico y físico se dan de facto como una excepción acausal, sin lógica alguna, ni nexo entre causa y efecto». Es decir, sin un nexo causal físico. Entendida de este modo, la sincronicidad sería una ley complementaria a la ley de la causalidad (física), en lugar de recurrir, como hacemos habitualmente, al azar, como si la casualidad fuera una explicación, cuando en realidad no explica nada.

La recopilación de la correspondencia entre Jung y Pauli se ha publicado en inglés bajo el título Atom and Archetype. Beverley Zabriskie escribe en el prefacio: «El principio de la sincronicidad supone la existencia de una energía indestructible que tiene una relación dual con el continuo del espacio-tiempo. Por un lado tiene una conexión constante a través del efecto, es decir, la causalidad. Y por otro, hay una conexión inconstante, que es la sincronicdad misma, mediante la contingencia, la equivalencia [léase metáfora o símbolo] y el significado. Para un físico, las ecuaciones no reflejan objetivamente y de manera exacta la realidad material, sino que establecen relaciones estructuralmente precisas. Para Jung, la sincronicidad es significativa sólo cuando un individuo la experimenta. Esto crea una relación de complementariedad entre la aparición o cesación de los fenómenos sincrónicos y el estado relativo de inconsciencia o conciencia del individuo que la experimenta». La sincronicidad no es científica desde el punto de vista de la física, pues solo cobra sentido cuando el individuo la experimenta como tal, y por tanto no es reproducible ni falsable en un laboratorio (quizá podría serlo en una sala de meditación) y pertenece a ese tipo de fenómenos que se encuentran más allá de los límites y competencias de esta ciencia. Al ser un fenómeno inconstante y esporádico (como la inspiración), depende de la sensibilidad del observador ante un determinado arquetipo. Y aunque no siempre aparecen las Musas, su llegada es al mismo tiempo un acontecimiento accidental y significativo, una reunión o lazo de lo interno y lo externo, que suele ir acompañado de una sensación de participar en la evolución creativa.

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