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[Entre Morerías y Undergrounds]

Abelardo Muñoz el estilista

Abelardo Muñoz (València,1952), ejerce de «nuevo periodista» en el ámbito de la cultura y la crónica urbana.

En el magnífico prólogo de Rafael Ballester Añón al libro recopilatorio de pequeñas crónicas urbanas de Abelardo Muñoz, dice el reconocido antólogo y crítico que el propio Abelardo Muñoz junto a Vicente Muñoz Puelles son los mejores escritores valencianos actuales en lengua castellana.

Estamos de acuerdo con tan atrevida glosa. Puelles practica un estilo que tiende a neutro, con el que desarrolla una erudición sin límites aderezada de fantasías y alguna que otra trampa o fake para incautos. Es, por así decir, nuestro pequeño Borges, un narrador nítido e ilustrado sin el reconocimiento que merece.

El otro Muñoz de la dupla, Abelardo, está dotado por los dioses de una escritura refulgente, en la que lo activo no son los sucesos sino los perfiles de los personajes, la descripción de los lugares y las circunstancias, cuanto más sincopadas, mejor. Es, por seguir con el juego de las comparativas, un Raymond Chandler -al que admira-, sin acontecimientos, un Chandler que contaría la cotidianidad circundante y sin historia de esta su eterna ciudad urbana, València.

Ese modo de relatar le entronca, claro está, con Chandler y con todos los norteamericanos de la penúltima hornada y de la que no disimula Abelardo Muñoz su influencia. Empezando por el mejor Truman Capote y siguiendo por todos aquellos que entre los 60 y los 70 mezclaron psicodelia, rock&roll y literatura, escritores de revistas, los llamados «nuevos periodistas»: el maestro Tom Wolfe, Southern, Gay Talese, S. Thompson... o el británico Kenneth Tynan que anduvo perdido también por la sorpresiva València de los 60.

A Abelardo Muñoz le basta con sentarse a tomar una birra en cualquier terraza de su Ruzafa -vivió en la calle Sevilla muchos años y mucho antes de la puesta de moda del barrio- o del Carmen para nutrir una galería de personajes y paisajes singulares, creando una literatura queda, sociologista y rollingstoniana que despunta en una ciudad que desde los primeros movimientos estudiantiles de los iniciales 70 ha sido un crisol de transformaciones en sus habitantes mientras los episodios políticos y urbanísticos no daban nunca la talla.

A lo largo de cuarenta años de oficio en la escritura, el escalpelo literario de Abelardo ha viviseccionado la toma de la calle y de las facultades con pancartas, la excitación situacionista del fracasado cine independiente, las citas de arte y ensayo, el canuteo del Parterre y el cuelgue de la heroína y la revuelta de los estupas y los punkies y las movidas... los 80, 90 y los 2000. Y a medida que la ciudad convivía con indiferencia junto a los individuos que renovaban la jungla del asfalto, transformados los nuevos códigos en banalidades, Abelardo ha ido abandonando escenarios en busca de acontecimientos que ha derivado en política, y entonces pierde la partida frente a tipos como Rafael Chirbes, el novelista de la conciencia, o Manuel Vicent, todo un funambulista ideológico.

Pero no es aquí donde la formidable y mejor prosa de Abelardo Muñoz alcanza sus momentos más estimulantes. Lo suyo ha sido el fragmento, la crónica urgente del momento detenido, donde sabe conjugar su mirada de escritor -mayúscula frente a la del periodista- con el encuentro de expresiones, verbos y adjetivos luminosos. Lo hemos venido comprobando durante estas últimas décadas en los periódicos -en Noticias al día, y en este mismo Levante-EMV, o en revistas como Qué y Dónde o la Turia - , aunque de tanto en tanto, como ahora, ha dado a editar libros que seleccionan sus textos de a diario. Lo hizo con el excelente volumen Valencia sumergida (Víctor Orengo editores, 1987), y lo hace ahora con Chaflán, presentado como «papers de premsa» aunque poco tengan de la efímera espuma de la actualidad. Un volumen que se lee por instantes y al que se le echa en falta algún índice onomástico para seguir hojeando placenteramente a saltos.

Mayor tono y voluntad literaria presenta el otro libro que acaba de dar a publicar nuestro autor, unas notas a modo de dietario descriptivo de una de sus estancias en el norte de Marruecos, escritas en los 90 y que su amigo Javier Valenzuela, el tangerino, le sugirió publicar. Exilio atántico es un libro, un breviario, extraordinario, cuya escritura consigue el milagro de toda buena literatura, hacernos «ver» el escenario y a los individuos que lo pueblan. Sin necesidad de que nada ocurra, como enseñó a la modernidad Ulyses. El kif, y no Joyce, se encarga aquí de detener el tiempo, de mostrar la verdad de la fuga mental. A Proust le dio para siete eternos tomos y a Abelardo para un centenar de páginas, oro molido, que anuncian todas las posibilidades que todavía se esconden detrás de este estilista de la prosa española.

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