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Visita de poema

Recibo visitas de todas las clases. Recibo la visita del cartero, con las cartas comerciales de los bancos, que son la mayor parte de las cartas que los carteros reparten, porque ya nadie escribe cartas como Dios manda, cartas de amigo, cartas de padre, cartas de amor. El hecho de que ya nadie escriba cartas de amor no supone tan sólo una transmutación absoluta en el acto universal de la correspondencia (que es también un género literario), sino que representa también una metamorfosis para el hecho mismo del amor. Ya no nos enamoramos como es debido, porque no escribimos largas cartas de amor, ridículas y empalagosas, como exige el caso. Nos enamoramos peor, nos enamoramos más feo.

Recibo visitas de amigos. Recibo visitas de tíos y tías. Recibo visitas de sobrinos. Recibo visitas de electricistas que vienen a cambiarme un foco halógeno del techo y un enchufe, y que me miran con extrañeza conmiserativa, por hallarse ante un inútil que no sabe arreglar un enchufe y cambiar por sí solo un foco halógenos del techo de su salón, electricistas que no entienden cómo puedo profesar a la electricidad un respeto sacro, un temor absoluto, similar al del primer hombre que contempló el fuego después de caer un rayo sobre el bosque.

Recibo visitas de fontaneros. Recibo visitas -muchas- de repartidores de Amazon Prime, de Zara, de Zara Home, de Zalando, de Asos, y de otras mil empresas. Mi vida es lo que ocurre entre los pedidos de compras que hacen mi mujer y mis hijos. Me visitan faldas, vestidos de noche, ropa interior, perchas ultrafinas de terciopelo, mandos de la Play, cremas cosméticas, zapatillas de deporte, zapatos de tacón. Soy un individuo muy visitable. Os invito a que me visitéis también. Mi casa es un lugar de acogida para los objetos del mundo y para las gentes de la tierra. Si no estoy en casa, no os preocupéis, porque volveré pronto. Ya casi no salgo. Antes era bastante salidor, bastante noctívago, bastante bulevardier, por decirlo a la francesa, pero ahora apenas salgo de casa, porque siempre tengo algún paquete que recibir, o algún paquete que devolver, porque mi mujer es la persona del mundo que más paquetes devuelve.

También recibo, a veces, visitas de poema. En mí no ocurren los advenimientos. Ni las anunciaciones. Ni las revelaciones. Ni las ensoñaciones seguidas de un trance y un alumbramiento. A otros les suceden esas formas de la inspiración, o eso cuentan, pero a mí nunca me han ido así las cosas. En mi caso, el poema llama a la puerta, como el cartero, como el repartidor de Amazon Prime, me entrega el paquete, me hace rellenar unos datos en su teléfono móvil, firmar un garabato con el dedo, y después se marcha.

No quiero quitar el aura mágica al acto creativo. Al contrario: es igual de incomprensible y misterioso que el poema llegue sobre las alas de un ángel que a través de las manos de un repartidor. El repartidor es un ángel a su manera, un demonio (el mediador) contemporáneo. Llega, me da el paquete y se va. La mayor parte de las veces, lo que hay en la caja de cartón no me sirve, y lo devuelvo. Como hace mi mujer.

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