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Hagan juego

La noche del lunes día 4 estaba yo ante el televisor, como millones de ciudadanos, viendo el debate electoral, pero en plan festivo. Festivo no quiere decir que me estuviera divirtiendo porque transcurría con el habitual intercambio reiterado de insultos y obviedades, en el que ninguno de los candidatos destacaba de la mediocridad general. No, festivo quiere decir que yo andaba con ánimo de fiesta y más que escucharlos -total, salvo uno de ellos, que estaba haciendo la ruta del Cid y se retrasó, los otros cuatro habían actuado en abril- me dediqué a analizarlos semióticamente, que para eso soy profesor de un departamento de Comunicación. Ya saben: que si con corbata o descorbatados, que si pelo largo o corto, que si patatín, que si patatán. Si hubiera habido mujeres me habría cundido más el análisis, pues ya se sabe que ellas son más vivaces y variadas, pero brillaban por su ausencia, tanto que la periodista que habían puesto en la Academia de TV, como guinda de la tarta, les riñó con toda la razón. Pero a lo que iba. Tanto me enganché a la semiótica que me dio por fijarme en los espacios publicitarios, es decir, que tomé el texto como pretexto. No tenían desperdicio. Después del primer turno -dedicado, como todos esperábamos, a la política territorial y especialmente al tema catalán-, parece que ya no había nada que decir y la productora, antes de que el personal se fuese a otros menesteres, nos largó una larguísima (o así me lo pareció a mí) serie de anuncios, que parecía que se fuera a acabar el mundo. Entre paréntesis: seguro que cuando el cambio climático nos traiga por fin el día del juicio final, las aseguradoras, los fabricantes de máscaras de oxígeno y las empresas de productos naturistas copan la publicidad.

Pero a lo que iba (hoy me ha dado el día tonto y no hago más que divagar). ¿Se han fijado en que muchos de los anuncios -yo conté media docena por lo menos- promocionaban el juego? Sí el juego, no los juegos. Los juegos son cosas de niños y los anuncian un poco antes de Navidad, pero el juego es un asunto propio de adultos. Nunca había visto una cosa igual. Páginas web para apuntarse a jugar al póker y a otros juegos de azar, para apostar a resultados deportivos, para esto y para aquello. Solo faltó un anuncio para promocionar una porra electoral, o tal vez lo hubo y se me escapó. ¿Pero qué está pasando? Para la gente de mi generación, los juegos eran la quiniela, los ciegos y la lotería, en la que se gastaba muy poco, y algunos juegos de cartas, como el mus o la canasta, que se practicaban los domingos por la tarde en casa o en los bares, pero en los que las apuestas no iban más allá de algunos céntimos. Se jugaba por distracción o para salir -vanamente- de un apuro económico, pero no se jugaba porque era imposible dejar de hacerlo. El ludópata era un personaje de novela o de película: hay una obra de Dostoyevski que se titula precisamente El jugador (Igrok) y que refleja la adicción a la ruleta del autor durante su estancia en Wiesbaden. Ahora no, el juego ha salido del mundo del arte, se ha vuelto omnipresente y refleja el desánimo y el relajo moral de toda una sociedad. La primera vez que ví ludópatas con cara de viciosos enganchados a una máquina fue en Japón, país donde abundan establecimientos que son como los fumaderos de opio o como las tascas de vinazo barato, pero en versión juego. Suelen estar muy concurridos y consisten en hileras de máquinas ante las que se sientan personas alienadas, completamente ajenas a todo lo que no sea seguir la pantalla para asistir irremediablemente a su ruina. Ahora tenemos estos tugurios también aquí y han dejado de ser marginales, se cuelan hasta en la campaña electoral. Si cultura vale por costumbre, son un rasgo cultural de nuestra época. Solo que la cultura no consiste en costumbres, sino en buenas costumbres, que no es lo mismo. El toro de la Vega es cualquier cosa, menos cultura. La proliferación de los juegos de azar, tampoco.

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