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Incultura ambiental

En este año que termina se han producido, como siempre, grandes acontecimientos, buenos y malos, pero hay uno que destaca sobre todos los demás: la constatación de que el cambio climático va como un caballo desbocado y de que la humanidad no logra atajarlo, según pone de manifiesto el fracaso de la cumbre del clima de Madrid. Por supuesto que el desastre que puede conducir a nuestra extinción como especie lleva incubándose bastantes años, pero lo peor no son los síntomas, cada día más preocupantes, lo peor es que ni siquiera logramos ponernos de acuerdo sobre las medidas urgentes que insoslayablemente hay que adoptar. Esta ceguera, que recuerda a las grandes estampidas de renos que se precipitan alocados por un acantilado, no es como las guerras, como los grandes incendios o como las epidemias. De estos desastres se sale porque algunos se salvan y, tras lamerse las heridas y enterrar a los muertos, suelen poner los medios para evitar catástrofes similares durante un cierto tiempo. Incluso hay científicos cínicos que sostienen la utilidad de estos mecanismos regulatorios para mantener las expectativas de crecimiento económico ininterrumpido sin las que el capitalismo resulta imposible. El cambio climático no funciona así: cuando llegue a los niveles letales de calentamiento, de acumulación de CO2 en la atmósfera y de subida del nivel del mar que presagian todos los indicadores, ya no habrá remedio.

Pues bien, en València estábamos contentos porque, según declaró la consellera Mireia Mollà en la jornada de la COP25 celebrada en nuestra ciudad, la Comunidad Valenciana lidera la reducción de la emisión de gases en España. Claro, dirán ustedes, para eso somos la ciudad de los carriles bici impulsados de manera inflexible desde la Concejalía de Movilidad. Pues sí, solo que lamentablemente hay que ser coherente y, aunque los políticos se caracterizan por asumir la contradicción sin inmutarse, en este tema no se lo pueden permitir. Todos somos humanos e inevitablemente nos contradecimos. Hay muchos profesores que exigimos compostura a nuestros alumnos, mientras permitimos las mayores faltas de educación a nuestros hijos. Hay muchas personas que se llaman cristianas, pero que se niegan a acoger a los refugiados, incluso en estos días en los que escucharán el pasaje de la huida a Egipto en la misa dominical. Abundan los abogados que intentan burlar el espíritu de la ley ateniéndose a su literalidad, los médicos que aprenden a costa de la salud de sus pacientes, los constructores con pocos escrúpulos. Así en todo: Quevedo ya echaba pestes de los gremios profesionales y seguimos por el estilo. Pero cuando la contradicción afecta a toda una corporación municipal, el asunto desborda la escala privada y es preciso atajarla cuanto antes.

Todo esto viene a cuento de un susto que nos llevamos el otro día los ciudadanos que paseábamos por la calle Colón para ultimar las compras navideñas. De pronto, un estruendo de sirenas y luces reflectantes de la policía local encabezó una riada de dos mil moteros disfrazados de Papá Noel, los cuales tardaron casi media hora en cruzar el centro de la ciudad entre bocinazos y furiosos acelerones, más propios de gamberros, que de personas civilizadas. En cualquier ciudad de Europa (continente que según los franceses empieza en los Pirineos: ¡qué razón tienen nuestros vecinos!) los habrían multado y llevado a comisaría; aquí resulta que celebrábamos la «Papanoelada motera» [sic] y que se trataba de llevar regalos a los niños de la Casa Ronald y de Aspanion (esta última junto al hospital de la Fe). Miren, no me vengan con cuentos: me parece muy bien que los moteros lleven regalos a los niños (como los Magos y las Magas), pero a pie o en mula, que es el antecesor de las motos y que no contamina. Lo del otro día fue una muestra de incultura contaminante que, por pura coherencia ambiental, no nos podemos permitir y, menos que nadie, el Ayuntamiento.

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