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Reflexión

El capitalismo coronado de virus

Somos la metáfora de nosotros mismos

El capitalismo coronado de virus

Somos la metáfora de nosotros mismos. La producción regular de literatura no sólo concierne a los escritores sino a cualquier ciudadano que no podría evitarla de la misma manera que el gusano de la seda no puede dejar de producir su hilo luminoso. El coronavirus tenía que ser como es: global, transoceánico, acelerado. No se puede lanzar el Sputnik y creer que no triunfará el rock and roll. O al revés: una cosa lleva a la otra.

Es curioso el éxito de ciertas palabras procedentes de la biología para expresar no sólo nuestros desajustes o dolencias sino para transmitir nuestros más encendidos afanes. Todo parece tener una propagación viral: de la tormenta Gloria a los éxitos de Rosalía. De la última ocurrencia de un youtuber al veranillo sevillano en marzo o a la plasmación casi instantánea de los hospitales de emergencia chinos: te los sirven, los hospitales, casi con tanta rapidez como elaboran un chop suey de cerdo.

Capitalismo en fase febril

No voy a cometer la ingenuidad de anunciar el fin del capitalismo. Tendría que ponerme a la cola de profetas aciagos y sin suerte y, la verdad, aspiro a algo mejor. Por ejemplo a esperar y ver que pasará con nuestro sistema, basado en el incremento constante de la productividad y en la permanente disposición de materias primas, sometido a una convalecencia global, planetaria, en la que los grupos de riesgo somos nosotros mismos, los amenazados de senectud: europeos, norteamericanos y el Pacific rim de los budistas hiperactivos (japoneses, coreanos, chinos, etc..,). El resto del mundo es joven, incluso muy joven, pero avanza, a la carrera, hacía la edad de la sabiduría. Wellcome to the fight.

¿Qué pasará?

Nada. No pasará nada, salvo que veremos como mejora, exponencialmente, el aire de las ciudades y la iniciativa de los estudiantes sin clases, librados a su propio apetito intelectual (nunca hubo mucho, la verdad). Habrá más trabajo domiciliario (volveremos a ser bordadoras y zapateros remendones y le llamarán teletrabajo). Cerrarán las Bolsas como medida preventiva o las veremos desangrarse en el impúdico harakiri de los ludópatas. Por supuesto decrecerá la economía, una excelente noticia: quizá descubramos, además del aire limpio que había detrás del sucio, que, como vio Josep Pla, los escaparates están llenos de cosas que no nos hacían ninguna falta.

El precedente de las palmeras

La globalización permite que comas uvas del hemisferio austral, cultivadas por mano de obra esclava o casi, mientras afuera nieva y los viticultores cercanos no consiguen un buen precio para sus producciones: es un contradiós no reconocer que el vino es el fruto más importante del estío. O que el estío es el efecto más importante del vino, diría uno de Magalluf.

También consiste, la globalización, en producir verduras ecológicas en Alboraia y llevarlas a un mercado danés después de recorrer 4000 quilómetros lo que equivale a comer hidrocarburos como ciertas bacterias: se espera algo mejor de nosotros. Energías alternativas, sí. Ya.

Con el penúltimo episodio de fiebre inmobiliaria -había otro en marcha cuando llegó él, el coronavirus- se importaron masivamente palmeras egipcias en vez de comprar las que producían nuestros viveros, unos céntimos más caras. El resultado fue la invasión del picudo rojo que aniquiló casi todos los palmerales. La codicia afea y envejece.

El límite como riqueza

Si un virus próximo, más diligente que este camastrón coronado que nos aflige, si ese virus con más músculo no acaba con todos nosotros en una cercana entrega, veremos que el capitalismo cambia, se adapta, se serena (como la yogui de la falla del Ayuntamiento): quizás admita unas gotas de socialismo o hasta un chorro, ya dije que no pensaba ejercer de arúspice.

La riqueza abstracta, esa que se materializa con la «capitalización en Bolsa» -un prodigio equivalente a creer que el pollo se cría en los estantes del súper- no tiene en cuenta que tras la lista Forbes no hay nada y que las constantes muestras de autosatisfacción de los pajilleros del Banco Mundial nunca conseguirán que les llegue la leche y el pan a nuestros vecinos, amigos y parientes que son quienes nos importan.

Somos muchos y las materias primas no pueden tanto como nuestro frenesí. Cuando das la vuelta al mundo creando una franja de cultivos lo que ves al final del proceso es tu propio culo labrando el huerto familiar. Todo tiene un límite y quizás estemos descubriendo los nuestros y ellos, los límites, son nuestra riqueza.

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