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Condorcet: cómo defender la libertad y morir en el intento

Condorcet: cómo defender la libertad y morir en el intento

Digamos que si les pregunta por nombres importantes de la revolución francesa no será fácil que le venga a la mente Condorcet. Con mucha más fluidez pensará en Rousseau, que por cierto ya no estaba entre los vivos cuando se convocaron los Estados generales; o en el incorruptible de Robespierre; o en Olympe de Gouges, guillotinada por sus ideas feministas y antiesclavistas. Quizás le vendrá al pensamiento Marat apuñalado en la bañera por Carlota Corday, como en esa pintura de David en la que el jacobino (me refiero a Marat, porque David también era jacobino) yace en el momento justo de la muerte mientras sujeta la carta que la girondina le había remitido y que formaba parte de la trama para acabar con él. Solo ver ese cuadro merece una visita a Bruselas.

Pues quiero que sepa que la revolución con la que se dio inicio a nuestra época contemporánea no sería la misma sin Nicolás de Condorcet. Marqués de Condorcet, aunque el título solo le sirvió para crear desconfianzas en un entorno totalmente hostil a la aristocracia, incluso cuando una parte de ella no dudó en responder a la llamada del Tercer estado e incorporarse a los intensos debates en la sala del Juego de Pelota. Nobles revolucionarios se denominaban el Conde de Mirabeau, presidente de la Asamblea constituyente y a la vez acérrimo defensor de la monarquía, o Talleyrand, obispo excomulgado por el Papa por apoyar la nacionalización de los bienes de la Iglesia y su sometimiento al nuevo Estado revolucionario. O el Divino Marqués de Sade, personaje entrañable donde los haya, compulsivo lector de Rousseau cuyo pensamiento era mucho más revolucionario que el de todos los revolucionarios juntos y que justamente por eso todos lo combatieron, liberales y absolutistas, hasta que consiguieron arruinarlo y encerrarlo los últimos años de su vida en el asilo para locos de Charenton.

Pero yo he venido aquí a hablar de Condorcet. Porque entre tanto marasmo de personajes ilustres y de idas y venidas de la aristocracia, la burguesía y el clero no puede pasar desapercibida la mente más clara, comprometida y lúcida de la revolución francesa (junto con su esposa, Madame Sophie de Condorcet, como aclararía mi estimado Javier de Lucas). Porque en la revolución francesa, y posiblemente en todas las revoluciones, las posiciones más moderadas -que suelen ser las más acertadas- son las arrinconadas y combatidas por todo el mundo por impopulares. Condorcet era un revolucionario que defendía por encima de todo la libertad, lo que era inadmisible para cualquiera de los extremos aunque todos se denominaran liberales. Por eso Condorcet fue acusado de revolucionario por los contrarrevolucionarios y de contrarrevolucionario por los revolucionarios. Von Randow en su último estudio sobre las revoluciones lo puede decir más alto pero no más claro: las revoluciones no son episodios tras los cuales las cosas sigan como antes. Pero hasta cuando una revolución triunfa, el final nunca se corresponde con los objetivos iniciales. Nunca ha sido así. Por eso las revoluciones están condenadas a terminar siempre con una decepción, con melancolía y nostalgia sobre lo que se soñó y lo que acabó prevaleciendo.

Me imagino a Condorcet nostálgico aquella tarde de marzo de 1794 apoyado en la pared de su celda en Bourg-la-reine, en las afueras de París, cavilando sobre cómo había podido pasar que la revolución por la que se dejaron la piel se hubiera derretido como una bola de helado en un cono de galleta un día de mucho calor. A los que hemos visto revoluciones derretirse como el helado sobre el cucurucho no nos ha invadido la tristeza, sino la melancolía de lo que iba a ser pero no pudo ser. Por eso lo vislumbro con esa actitud crítica a pocas horas de fallecer. Los jacobinos le habían echado el ojo después de la radicalización de la revolución el año anterior y especialmente después de que se opusiera al paso de Luis XVI por la guillotina. No porque Condorcet fuera monárquico -son bien conocidas sus ideas democráticas y por lo tanto solo podía ser republicano- sino porque entendía que en el futuro diseñado por la revolución soñada no cabía la pena de muerte. Como no cabía la esclavitud, y sí el voto femenino. Esto era demasiado radical para los radicales, tanto de un extremo como de otro. Según recoge Bell en su libro sobre los grandes matemáticos, -¡Oh sorpresa! Nuestro hombre sabía mucho de matemáticas y una paradoja sigue llevando su nombre- le traicionó el hambre: lo localizaron en una taberna cuando pidió una ommelette y ante la pregunta sobre de cuántos huevos quería la tortilla no supo responder acertadamente. Una docena, contestó ante el apuro del desconocimiento. Rápidamente lo detuvieron; era un noble, no un carpintero como decía ser. Tenía las manos finas, sin herida alguna, y eso se paga.

A los pocos días aparecía muerto en su celda, nunca se supo claramente por qué. El relato del fallecimiento de Condorcet seguramente es leyenda pero, como dicen los italianos, se non è vero è ben trovato. Si la anécdota fuera cierta, yo me inclino hacia el suicidio, porque no dudo de la desazón que produce la miseria de la revolución cuando cae en manos de personas viles e ignorantes. Tampoco dudo acerca de que Condorcet, ateo, racionalista y demócrata, creía en el derecho a decidir no seguir viviendo como creía en el mismo derecho a la vida. Por eso acabó muriendo en el intento de defender la libertad.

Pero este gran liberal en el más fundamental sentido del término nos dejó decenas y decenas de magníficas hojas escritas con reflexiones y análisis. Porque esa es otra cualidad de los revolucionarios liberales: que escribían mientras hacían la revolución. Y en esos escritos fue clarividente. Nos explicó cómo la revolución norteamericana iba a influir en Europa dos años antes de que se tomara la Bastilla, entendiendo la globalización de la tectónica revolucionaria antes de que se hubiera dado cualquier revuelta contemporánea; cómo los poderes políticos en una nación libre deben procurar en todo momento el interés general y el parlamento no es otra cosa que el depositario de la voluntad popular, por lo que no tiene un verdadero poder. O cómo, en nuestro caso, era el momento histórico para que «el pueblo español se libere de la tiranía extranjera que representan los Borbones». «Españoles -nos advierte-, no tenéis que pensarlo más: Reunid vuestras Cortes (?); derrocad a vuestro rey». Lo escribió ocho años antes de la convocatoria a las Cortes de Cádiz, que nunca se atrevió a derrocar al rey y así acabó la Constitución de 1812.

No hemos leído mucho a Condorcet en este país. La mayor parte de su obra sigue sin ser traducida y publicada. Pero poco a poco se hacen esfuerzos para recuperar su pensamiento y ponerlo a disposición de quienes, parafraseando al propio Condorcet, quieran abrir su mente. Porque las mentes abiertas son las que combaten la sumisión y la falta de libertad. Frente a la ignorancia del poder por el poder es la democracia, como saben los demócratas, la que acaba triunfando.

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