Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Tuve un ruido en la cabeza

Bajo la apariencia de un cuaderno ornitológico surge una exhaustiva selección de las mejores entrevistas publicadas de Ferrer Lerín

Tuve un ruido en la cabeza

En el fondo del sueño están los sueños.

Jorge Luis Borges

Nunca me hizo gracia esa costumbre tan extendida que consiste en catalogar a alguien de «escritor maldito». Hablo del mundo de la literatura, pero podría extenderse esa tontería a cualquiera de los otros mundos de la cultura. La escritura maldita es la que no lee ni dios. Pues qué bien, ¿no? Y hay otra costumbre lo mismo de insensata: llamar «críptico» a quien escribe. O sea: la escritura críptica es la que no lee ni dios. Pues qué bien, ¿no? Empiezo así estas líneas porque voy a escribir unas cuantas sobre uno de los escritores que más admiro: Francisco Ferrer Lerín, a quienes sus amigos llaman simplemente Lerín. Nacido en Barcelona en 1942, vive en Jaca desde hace muchísimos años. Su relación, aparte de con la literatura y unos cuantos amigos y familia, se centra en los buitres. Sí, es amigo de las aves (no se les ocurra, en su presencia, llamar pájaros a las aves), y en ese territorio de los afectos bestiarios siente uno muy especial por los buitres. Tal vez tenga algo que ver, en esa relación, lo que cuenta de su abuelo en Cuaderno de Campo, este libro que ahora les cuento y que no deberían tardar nada en comprarlo y leerlo. Dice que su abuelo vivía una intensa relación con la muerte. Y que, de pequeños, obligaba a los nietos a leer las esquelas de La Vanguardia. Y que se camelaba a las monjas que cuidaban los cadáveres para que lo dejaran «abrirlos y extraerles vísceras para las prácticas de anatomía».

La buitrera es uno de los paisajes lerinianos más extendidos entre sus lectores y amigos. El cuerpo y el territorio de la curiosidad por lo que se esconde en el vuelo armónico de las aves, que él traduce como esos ruidos que llenaban su cabeza de crío («en la infancia tuve un ruido en la cabeza») y luego ha convertido en un ritmo que llena de vigor sus textos y de energía casi eléctrica a quienes los leen. Los textos de Lerín (poemas, prosas, tratados ornitológicos…) excitan la curiosidad, esa cualidad que a él, como escritor y como ser viviente, tanto le interesa: «lo que más apreciaba es que me sorprendieran». Digo yo que si quienes escriben y quienes leen no están abiertos a la sorpresa, más vale que se dediquen a otra cosa, y todos, unos y otros, saldríamos ganando. Sobre todo, la que saldría ganando sería la literatura.

Este libro es una serie de extractos a partir de intervenciones públicas y entrevistas del escritor. Casi se ha convertido en un libro de aforismos. Un libro sobre vida y escritura. Sobre sueños como los que rumiaba el Borges -tan admirado por nuestro autor- de los primeros poemas. Sale lo de siempre cuando se habla de Lerín: por qué, siendo uno de los más importantes poetas cuando Castellet publicó en 1970 su famosa antología Nueve novísimos, él se quedó fuera. Algunos de aquellos colegas antologados lo consideran algo parecido a su padre oficioso. Pero él dice que aquello pasó y punto. A lo mejor es que como se había ido a Jaca y dejó de alternar con el mundillo literario… Bueno, conjeturas que no llevan a ninguna parte. Ustedes pueden gozar con este libro, cuidadosamente editado por la valenciana Contrabando, un lujo de casa editorial. Descubrirán, si no lo habían hecho antes, una de las escrituras más interesantes que ha dado este país en muchos años. La edición ha estado a cargo de Miguel Blasco, José Luis Falcó y Wences Ventura, que ha escrito un precioso epílogo, donde apunta al tiempo que vivió Lerín en el «barbecho» de la ausencia: «el hombre que ha transformado el tiempo primero en existencia y más tarde en memoria y ésta a su vez en una nueva disposición ante el acto de crear con palabras, pero este nuevo ser poético está subsumido en el de entonces: Lerín no necesitó hacerse, fue desde primera hora».

No hay escritores malditos, ni escrituras crípticas: hay escritores grandes o mediocres, y escrituras que salvan a quien las escribe y las lee o condenan sin remedio, a unos y otros, al abismo de la inutilidad. Esa absurda catalogación de un escritor y de su obra lo someten y la condenan a un igualmente absurdo e injusto reduccionismo. Al cabo, un texto está para ser leído, y para que cada cual saque sus propias conclusiones, sin añadidos que endulcen o amarguen sus cualidades literarias. El mismo Lerín se pregunta si eso ha podido condicionar su escritura. Y será él mismo quien se responda: «en absoluto, y, ahora, llegado a este punto, tendría que preguntarme, una vez más, por qué escribo y, sobre todo, para quién escribo, y ahí, en el ejercicio de la sinceridad, responder que no lo sé, pero que no puedo dejar de intentarlo». Escritor grande, Francisco Ferrer Lerín. Como me gusta pensar que lo son también sus lectores, esos lectores que aman con locura la literatura más imprescindible. 

Compartir el artículo

stats