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Crónicas de la contracultura

Gelidez educativa

Gelidez educativa

El pasado día 7 de enero, en plena crisis del covid, se reanudaron las clases en el sistema educativo valenciano en condiciones más que penosas. Los docentes, provistos de mascarillas -que tuvieron que procurarse por su cuenta- fueron obligados varios días a permanecer con las ventanas abiertas mientras afuera nevaba y las temperaturas rozaban en el interior del aula los cero grados. No quiero ni pensar cómo pudieron aguantar los pobres críos. Pues bien: ante las protestas de los maestros, de los sindicatos, de las asociaciones de madres y padres, y hasta de algunos ayuntamientos, lo único que se le ocurrió a Consellería fue exigir a los docentes que «cumpliesen con su deber». Más o menos lo mismo que las autoridades de la época les decían a los soldaditos sin equipo ni municiones en el desastre de Annual. Ni asomo de disculpa por la manifiesta incompetencia de la administración. La nevada que comento se venía anunciando hacía días, así que, ya que no se habilitaron en su momento sistemas de purificación del aire en los centros escolares, resultaba obvio que había que suspender las clases por razones de fuerza mayor. Hasta dentro del Botànic hubo división de opiniones y muchas personas reclamaron tal medida, rechazada con impostada indignación por la Conselleria d’Educació. Como todo eso ya es pasado y luce otra vez el sol, nos hemos olvidado del asunto alegremente. Craso error.

No se lo tomen a broma: España va de capa caída y todas y cada una de sus comunidades autónomas también. Va mal en muchos aspectos, pero sobre todo porque falla en el único que podría sacarnos del pozo: la educación y su alter ego la cultura. Educación es bastante más que estabular críos; tampoco cultura es sinónimo de distracción. Ahí nos duele. Los milagros no existen. Si los países europeos de nuestro entorno consiguieron recuperarse de la devastación de la segunda guerra mundial fue porque unos sistemas educativos envidiables se pusieron en marcha nada más acabar el conflicto. Si la URSS logró convertirse en una potencia industrial partiendo del bajísimo nivel zarista fue por lo mismo, por el esfuerzo realizado en educación, el cual creó toda una nueva clase dirigente. Y si nosotros no lo logramos, pese a haber acabado antes nuestra guerra incivil, fue porque la educación, que tanto había mejorado durante la II República, volvió a los métodos y a los contenidos retrógrados de siempre, esos que ahora reclaman en nombre de la libertad (!). La transición que siguió al franquismo intentó retomar aquel camino, pero fracasó. ¿Cuántas leyes educativas llevamos desde 1978? Demasiadas. Han cambiado casi todo lo que era secundario y no han tocado lo fundamental. Educar es el resultado de la entrega, de la vocación y de la preparación de los que educan. Pero ninguna ley educativa se ha preocupado de dignificar a los profesores de primaria y de secundaria, que son los que cuidan de nuestros hijos. Estas personas desinteresadas no solo no han sido mimadas, sino que las han atropellado una y otra vez. ¿En qué cabeza cabe que, al aprobar la oposición, puedan quedarse sin plaza y tener que enseñar -si hay suerte y los llaman- cada año en un sitio diferente? ¿Es que no tienen derecho a tener una vida familiar? ¿Nadie se avergüenza de pagarles una miseria y tratarlos como si fueran siervos de la gleba? ¿No se dan cuenta de que a este paso el abismo que nos separa de nuestros socios europeos no hará más que crecer? El informe Pisa no miente: estamos en la cola. En vez de maltratar a los profesores, más les valdría aplaudirles. Aunque visto lo que la gente ha hecho con los sanitarios, a los que jaleaban desde los balcones, pero evitaban en la escalera de su finca no fueran a contagiarlos, más vale que los dejen tranquilos. A lo mejor los docentes que sobrevivan al frío, al desánimo y a la burocracia lograrán salvar a nuestros hijos y nietos de la sordidez formativa en la que languidecimos sus progenitores y demás familia.

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