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Emmanuel Carrer y su ‘Yoga’

y su ‘Yoga’

La última novela de Emmanuel Carrere -Yoga- hubiera podido ser la antepenúltima y no lo digo porque, seguramente, habrá más (si lo permite su reciente dedicación a la lectura de poemas) sino porque, hable del festival de Cannes o de su amigo Hervé, místico disfrazado de periodista, consagre sus páginas a biografiar a algún elegido (Philip K. Dick, Limónov) o acompañe el relato, breve, de su conversión al catolicismo seguida, cien páginas después, por la pérdida de la fe y por una especie de péplum evangélico en el que pone a rodar a San Pablo y los suyos por todo el Mediterráneo oriental (El reino), pese a todo eso, digo, casi siempre habla de él mismo. Y lo hace muy bien, sin necesidad de pedir permiso, porque a diferencia de faroleros insignes en pos del deslumbramiento de su ombligo, define su literatura como “el lugar donde no se miente”. Lo digo, decía, en el sentido de que en las últimas entregas, el estilo de Carrère ya viene fijado con maestría, dibujado con la precisión del mejor taller renacentista: palabra clara y dúctil, desarrollo nítido, enlaces perfectos y suaves, desarrollo de la acción sobre extensiones abiertas y diáfanas.

Manual del explorador

Carrère da comienzo a su relato con la confesión de que quería hacer un librito grácil, una guía del yoga y la meditación (y el taichí), convencido de su bondad y de haber adquirido un conocimiento del tema que le permite compartir si no las altas crestas heladas del misticismo, al menos, las colinas herbosas donde pacen las vacas. Después de todo el gran Borges, con la colaboración de Alicia Jurado, también hizo lo propio con el budismo atraído, sin duda, por una sabiduría que osaba ser una religión sin dios nominal ni conceptual.

Pero ya casi desde el principio se adivina que el prescriptor de delicias orientales se va a convertir, unos cuantos tropezones después, en explorador perdido, en Dante atascado en alguna chimenea bruna del Averno: no hay más guía que una invitación a compartir con el protagonista una estremecedora ruta por el vértigo, el abandono y la depresión.

El camino de en medio

Como el autor comprende que el librito grácil se ha convertido en una bonita galería de monstruos por vocación y deriva incontenibles, primero confiesa, con suavidad, el fracaso del proyecto, luego toma distancia irónica del librito malogrado y, finalmente, se chotea abiertamente de su pretensión inicial no sin advertir que el yoga es bueno de todas formas.

El reino ya planteaba la predilección de Carrère por el camino del medio, por el monte de vacas frente a esa propuesta amenazante de las Escrituras: «A los tibios los vomitaré de mi boca». Nada menos.

Una tercera vía sin viacrucis ni noches oscuras del alma. En Yoga se desvela la razón, las razones, de semejante predilección: es fácil de deducir y no diré más, sólo añadir que Carrère es algo ruso, muy ruso en realidad, y quien más necesidad tiene de moderarse, mucho mas que la mayoría de sus halagados lectores, es quien les deleita.

Una isla fea

Las exploraciones que relata Carrère tienen poco que ver con la arqueología del yo o con las perspicaces deducciones lógicas de Sherlock Holmes. El explorador se pierde a menudo y el conocimiento le llega en forma de furioso enjambre o de lobo ártico del Canadá, tan grande como un caballo.

En Una novela rusa las celebraciones sexuales ya eran el glorioso estruendo de una procesión de flagelantes, de un rosario de llagas. En Yoga ocurre algo parecido pero en peor: un hospital, una dilatada soledad y abandono, un Corán de sangre y una isla griega y fea y cuidado que eso es difícil. Pero aquí está el mérito: un libro donde Carrère se permite párrafos aún más largos que de costumbre y periodos con media docena de oraciones subordinadas, una prosa gentil de todos modos pero que no lo parece tanto como en otras obras anteriores y que puede ser muy bien su mejor novela junto a De vidas ajenas que no he leído.

El estallido de un desequilibrio puede contribuir a hacernos mejores. La compasión de Carrère a veces parecía un poco genérica: aquí se vuelve carnal, una ternura sin ternurismos, recia, virtuosa en su sentido original de fortaleza, lleno el texto de invocaciones a la amistad, al cariño, a la solicitud de perdón. Como un adolescente con ganas de vaciar el saco de sus emociones e invocar el amor que, con todos sus pecados y miserias a cuestas, siempre ha sido una especialidad mucho más cierta y fiable en Francia que en Hollywood.

El rarito de la nómina

La decadencia política de Francia puede haber liberado más de un talento. No sería la primera vez. A veces leo a Amélie Nothomb y Frédéric Beigbeder se permitió caricaturizar, con ingenio, a Carrère en Una novela francesa, pero el más original, el proceloso, imprevisto, elegante piloto sigue siendo Emmanuel Carrère, el rarito de la nómina con permiso de Michel Houellebecq. Carrère parece que lleva un muestrario de existencias cada vez que publica un libro y repesca en largas menciones alguna obra pasada, incluso remota. En mi opinión no es cara dura o sentido comercial sino crecimiento orgánico, a fin de cuentas nacemos, crecemos y nos inclinamos sobre el sepulcro con las mismas vísceras que lucíamos al nacer. Con suerte. Entre nosotros aterrizó con la estremecedora El adversario –horror sin ruido- y la biografia de Philip K. Dick Je suis vivant et vous êtes morts que leí en francés porque supuse, con acierto, que tardaría años en traducirse. Ahora mi colega Matías Vallés dice, dijo en este mismo suplemento, que es un acreditado futuro premio nobel y Matías es alguien con muy buen olfato.

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