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Aforismos de Arranz

Aforismos de Arranz

Manuel Arranz (Madrid, 1950) ha traducido una parte interesante de la literatura francesa: autores como George Bataille, Maurice Blanchot, León Bloy, Antoine Compagnon, Benjamin Constant, Pascal Quignard, J.J.Rousseau…

Para quienes solo disponemos -en el mejor de los casos- de un voluntarioso francés escolar, sus versiones han resultado siempre muy instructivas y oportunas. Su elección de autores, la calidad de su tarea de transposición al castellano, convierten a Arranz en un «traductor de culto». Ese extenso y escogido quehacer tiene también un cierto cariz duchampiano de «autoría subrogada». Como autor, en sentido más convencional, ha publicado escasos y sustanciosos títulos: Con las palabras (aforismos), Esto no puede acabar así (relatos), Pornografía (novela)…Y ahora, Incertidumbres y piruetas. Este último libro tiene una elegante simplicidad cartesiana: dieciséis dibujos a lápiz del propio autor, intercalados con un ritmo de tres hojas de aforismos que se aúnan por bloques de temáticos y tonales.

Ya en la escueta nota preliminar, Arranz evita rodeos: «El autor de estas Incertidumbres no tiene nada más que añadir. Se ha hecho viejo de repente y está cansado. O si lo prefieren: esto es todo lo que quería decir, e incluso algunas cosas que no quería decir».

Los apotegmas de Arranz retoman la tradición aforística francesa de La Bruyère, Vauvenargues, La Rochefoucauld, Pascal… y quizá el más sencillo e impresionante: Joseph Joubert.

Hace un uso metódico de paradojas y oxímoros, y por tanto la continua búsqueda, conceptual y emocional, de una «unión de contrarios».

Algunas aseveraciones tienen un regusto nietzscheano: «Las verdades son superficiales. Las mentiras, profundas».

Otras vienen a ser definiciones orientativas: «Técnica: aprender las cosas a fondo. Arte, aprender el fondo de las cosas».

Arranz cultiva la ironía con diversos grados de contención:

«La mediocridad, como la incompetencia con la que tiene tanto en común, si quiere triunfar debe ser ostentosa».

«Los méritos, para ser completos, deben ser inmerecidos».

«Ponía en sus libros toda su ignorancia».

Hace provechosas observaciones de moral literaria:

«La verdad se reconoce en la longitud de la frase. Si es demasiado larga es que es mentira».

«Cuanto más se esforzaba en alcanzar la meta, más me alejaba de ella. Porque la tenía a sus espaldas».

«Su mejor pensamiento, con el tiempo, resultó ser una perogrullada».

No escatima consejos para una eficiente argumentación erística:

«Cuando se tiene razón, hay que actuar como si no se tuviera, a fin de no perderla del todo».

Postula la naturaleza vestimental de ciertas convicciones colectivas:

«Una ideología no es nada en si misma; su suerte dependerá de quienes la adopten».

Su concepción de la pasión amorosa disiente en parte de la teoría homologada de Stendhal:

«El amor no hay que ganárselo, pero hay que merecerlo».

Propone escolios de resonancias goethianas:

«Algunas ideas, como las estrellas, hace mucho tiempo que se apagaron; pero su luz sigue viajando hacia nosotros».

O alguna glosa a Paul Valéry:

«Lenguaje rico hecho con palabras pobres».

Acerca de la creatividad conceptual:

«Generalmente un pensamiento surge de la asociación de dos ideas. De hecho, los pensamientos más profundos suelen ser producto de la asociación de dos ideas contrarias».

«Hay libros a los que salva una frase y libros a los que pierde una frase. Pero la frase es la misma».

Una apostilla sociológica sobre la relevancia de la figura del lector:

«Los periodos literarios más fecundos no han sido los que han tenido muchos escritores, ni siquiera los que han tenido muchos libros, sino los que han tenido muchos lectores».

Afirmación de una desconcertante complejidad moral: «la inocencia no se pierde, se gana».

Una variación sobre el tema tradicional de la meditatio mortis:

«Si no existiera la muerte no necesitaríamos pensar».

En la página 90 de este libro hay un escueto relato, a modo apólogo moral, donde se cuenta que un escritor ha pasado muchos años trabajando en la gran obra de su vida; a la vez lleva, para distraerse, un pequeño cuaderno de notas donde apunta minúsculos y triviales sucesos de la vida cotidiana. Finalmente concluye la gran obra de su vida y se publica, pero a casi nadie interesa y pronto es olvidada. El pequeño cuaderno de notas es editado casualmente; pronto ingresa de un modo estable en el canon de la literatura nacional.

Quien, en la contraportada de su propio libro, tiene la entereza y lucidez de escribir: «sabiendo que todo está ya dicho, y de la mejor manera», es que se trata de un autor que ciertamente conviene leer.

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