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No existe un nacionalismo único

La politóloga Yael Tamir pone el acento en las virtudes participativas e igualitarias del nacionalismo, considerándolo como una fuerza con capacidad aglutinante y emancipadora.

No existe un nacionalismo único

Desde los años 60 del siglo XX hasta la actualidad la producción de libros, artículos, congresos, revistas, conferencias, mesas redondas, seminarios… sobre el tema del nacionalismo ha experimentado un crecimiento geométrico, hasta tal punto que puede afirmarse que sale una publicación cada semana en las editoriales públicas y privadas. De tal forma que es difícil no encontrar repeticiones a propósito de su evolución o teorías sobre su interpretación, con pequeños matices sobre las mismas. Por eso cuando aparece un enfoque original, o al menos con perspectivas renovadas, hay que prestarle atención. Es lo que ocurre con el libro de la politóloga de origen israelí, Yael Tamir, ahora en Oxford y antigua discípula de Isaiah Berlin, que le dirigió su tesis, y que ha publicado en castellano El porqué del nacionalismo (Berlin Libros, València, 2021). Su análisis está bien construido y sin grandes pretensiones de ampulosidad teórica. Seguramente su paso por la política, entre 1999 y 2009, como ministra de Israel de Inmigración y Educación por el Partido Laborista, además de representar, como presidenta, a la asociación israelita de los Derechos Humanos, y abogar por una solución pactada entre palestinos e israelitas, le ha dado una experiencia para abordar un tema que viene siendo elemento del debate político, social y académico en todo el mundo.

Su planteamiento parte de que el nacionalismo tiene variantes diversas según la perspectiva de sus defensores o detractores y la coyuntura histórica. Después de la II GM el nacionalismo de nazis y fascistas condujo al rechazo de los elementos que condujeron a la exaltación de las características propias de los pueblos, basadas en la raza o en la mitificación de la historia. Predominaron, entonces, los valores universales, los derechos humanos proclamados por la ONU, que deberían ser para toda la Humanidad sin distinción de culturas o creencias, y el descredito de las reivindicaciones nacionales. Ya desde la Revolución Francesa la idea entre una concepción del ser humano igual para todos, independiente de su lugar de nacimiento, contrastaba con la del filósofo Herder que, siguiendo una tradición intelectual alemana, afirmaba que uno no nace universal, sino que es producto de una cultura, una lengua y, a través de ella, descubre su condición humana. Esas dos versiones están todavía presentes en los posicionamientos a favor o contra de los nacionalismos. Además, las reivindicaciones nacionales tienen cauces diferentes según qué colectivos la sustenten. Existe un nacionalismo vinculado a clases sociales en zonas desarrolladas que forman parte de un Estado con territorios menos desarrollados. Este sería el caso de Lombardía, Véneto, Cataluña o Euskadi, donde existe unas economías avanzadas que contribuyen con su PIB al sostenimiento de otras partes del territorio con menor índice de desarrollo, e incluso, desde que en Escocia se descubrió petróleo y aumentó su renta, el nacionalismo independentista, que había sido minoritario, aumentó de manera exponencial. En estos territorios, la rehabilitación de su historia y cultura propia fue impulsada por los intelectuales y las investigaciones en las universidades, y el estudio sobre su pasado y sus figuras históricas contribuyó al fomento de la narración nacional. A ello hay que sumar que desde aquellas zonas se desarrolló la revolución industrial que potenció la modernización del estado y la sociedad. Pero en el caso de Cataluña o Euskadi sus clases dirigentes, apoyados por bases populares rurales o urbanas, no controlaban el aparato del Estado lo que resultaba inédito en comparación con los núcleos europeos donde se expandió y potenció la industrialización – Berlín, Ille de France, Londres, Estocolmo…- desde los que también se articuló el poder de los estados.

Existe un nacionalismo menos explícito, pero real, que lucha contra la globalización porque considera que deteriora las condiciones de trabajo de ciertos sectores sociales, e incluso los deja en el paro ante la competencia de países con menores cargas salariales que les permite competir con los productos nacionales en un mercado hasta entonces asegurado o con una emigración dispuesta a aceptar trabajos con salarios menores. Y entonces se vuelve a los símbolos nacionales como un muro de defensa ante una competencia que deteriora sus condiciones de vida. Es un nacionalismo de protección que aboga por el proteccionismo y recrea las narraciones de una patria a la que consideran que las políticas de ciertas elites la han perjudicado. Es la proclama de Trump «América primero», que estimula el fomento de lo que consideran los valores nacionales auténticos, destruidos por esas elites que se benefician de la globalización y que sume en la pobreza a gran parte del «pueblo», y de ahí su caracterización de populismo nacionalista.

Tamir no considera que el nacionalismo sea en sí mismo un elemento ideológico retardatario, contrario a la universalización. Recuerda que históricamente ha servido para los procesos de modernización, por encima de los sentimientos tribales y el olor a naftalina ideológica con que frecuentemente se le ha representado. Acude a Nietzsche, poco nacionalista, para señalar que mirar hacia el pasado es una manera de proyectar el futuro. En ese sentido puede ser una advertencia para aquellas elites que consideran que la mayoría de la gente no tiene capacidad para analizar los factores de las realidades sociales y tienden a descalificar y a tildar sus movimientos políticos de populismo, lo que representa «la insolencia de las elites a la hora de valorar la autonomía moral de sus adversarios» (p.71). La autora concluye que hay que confiar en el Estado, que debe articular un nuevo contrato social para intentar eliminar las injusticias que todavía permanecen, pero sin aclararnos cómo llegamos ahí.

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