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Raros

Raros

Tomando como modelo Los poetas malditos de Paul Verlaine, Rubén Darío publicó en 1896 Los raros, florilegio de poetas y escritores por lo que sentía especial admiración, y que le habían ayudado a configurar su propia poética. Propone un arte como apostolado silencioso, como enfermedad de la forma.

Entre los veinte autores que escogió comentaremos algunos de ellos.

Leconte de Lisle, a quien califica como pontífice del Parnaso, vicario de Víctor Hugo.

Paul Verlaine, su venerado maestro, un «Sócrates lírico de un tiempo imposible». Recuerda Darío que cuando visitó París, en 1893, llegó a conocerlo. En su opinión, de los tres grandes Enemigos, «quien menos mal le hizo fue el Mundo. El Demonio le atacaba; se defendía de él como podía, con el escudo de la plegaria. La Carne si fue invencible e implacable con él» (…) «ese carnal pagano aumentaba su lujuria primitiva y natural a medida que acrecía su concepción católica de la culpa».

Augusto de Villiers de l’Isle Adam, «raro entre los raros». Nació para triunfar pero no vio su triunfo; descendiente de una familia aristocrática vivió a menudo en la miseria; con nobleza de sangre, de arte y gustos, tuvo que frecuentar medios impropios a su distinción. Verlaine lo incluyó entre los poetas malditos.

Léon Bloy, escritor al que caracteriza como verdugo de la literatura contemporánea y que vivió en un ambiente de espanto y siniestra extrañeza. El mundo literario y periodístico evitó todo contacto con él, como un apestado. ¿Por qué motivo? Ser el hombre que decapita por mandato de la Ley. Fue condenado por «el papado de lo mediocre» (…)«su lenguaje era una mezcla de deslumbrantes metáforas y bajas groserías, verbos impuros y adjetivos estercolarios». El más eminente panfletista del siglo XIX. Su obra maestra, El desesperado, contiene una monografía sobre la Cartuja y un estudio sobre el Simbolismo en la historia.

Jean Richepin, al igual que Baudelaire, reventaba petardos verbales «para espantar esas cosas que se llaman ‘gentes’». En sus obras «engasta en oro lírico las perlas enfermas de los burdeles». Opina que, para ser discípulo del demonio, «Richepin filosofaba demasiado».

Al poeta Augusto de Armas lo describe como un refinado bizantino de la isla de Cuba.

Rachilde es autora de Monsieur Venus, libro demoniaco, cuyo fondo no lo habían sospechado en los manuales de orientación espiritual; «obra complicada y refinada, insigne esencia de la perversidad». El personaje de Silvain d’Hauterac, un cabal desequilibrado, fue una de las mejores creaciones de Rachilde.

Laurent Tailhade, exquisito extremo que observó la vida como con un espectáculo eternamente imprevisto, sin más amor que la belleza, sin más odio que a la mediocridad. Como poeta y como escritor, no tuvo la notoriedad que dan los éxitos en las tiendas de comercios de libros. Sostenía que importaba poco el crimen cometido por el célebre anarquista Vaillant, dada la hermosura de su lírico gesto al lanzar una bomba al Parlamento de Diputados.

Teodoro Hannon, el diablo que lo poseyó fue el que también pintó Felicien Rops: un demonio con frac y monóculo, moderno, morfinómano y respetuoso sádico.

De Paul Adam dice que es «dueño de una voluntad, propietario de un carácter, ha rechazado los flonflones de la literatura fácil».

Max Nordau fue escritor, médico, cofundador del sionismo; observó en los modernos artistas «un signo inequívoco de neuropatía, su tendencia a formar escuelas y agrupaciones». Y habla del arte «con el mismo tono con que hablaría de la fiebre amarilla o del tifus».

Eugenio Castro, poeta simbolista portugués, resolvió magistralmente «el problema presentido por los llamados ‘nephelibatas’ (es decir, los que andan por las nubes) sobre la remodelación de la estructura del verso (…). Y así como en religión sólo valen las fes puras, en arte sólo valen las escrupulosas opiniones de conciencia».

Conde de Lautréaumont escribió un libro que sería único «si no existiesen las prosas de Rimbaud; un libro diabólico y extraño en el que se oyen a un tiempo mismo los gemidos de Dolor y los siniestros cascabeles de la Locura». Léon Bloy fue el descubridor del conde de Lautréamont y de sus «Cantos», que décadas después se convirtió en uno de los textos canónicos del surrealismo. De ese libro afirma que «es bello como el temblor de manos de un alcohólico; tiene la belleza adolescente como las garras de las aves de rapiñas; es bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y de un paraguas». El poema de Lautréaumont se publicó en Bélgica. Las almas exquisitas hablaban de él como de un devocionario inencontrable. De la vida de su autor apenas se supo nada.

Esta antología de raros y malditos del siglo XIX tenía un hipnótico aire transgresor. En el siglo XXI, el malditismo y la rareza han ido adquiriendo una irreprochable honorabilidad institucional.

La presente edición de Cátedra ha estado a cargo de los profesores Ricardo de la Fuente Ballesteros y Juan Pascual Gay, a la que precede un diserto y extenso prólogo.

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