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Juan Forn, el narrador elegido

El prematuro fallecimiento del escritor de Buenos Aires deja un doloroso vacío en la literatura argentina

Juan Forn

Leer a Juan Forn es lamentar el tiempo perdido por no haberlo hecho antes. La gravitación de su literatura y el ritmo mecánico de sus historias, con la precisión de un metrónomo, tienen la matriz mestiza de lo humano y lo artístico. Su escritura, con el tacto de un orfebre, el sabor de un buen mate y el olor del tabaco, significó un cambio de rumbo estético en la literatura argentina por su músculo narrativo, con un esqueleto de reportaje y tintes ensayísticos pero sin perder la cara de la realidad, del periodismo.

Su repentino fallecimiento, en junio a los 61 años, ha dejado un doloroso vacío tras su lacerante trayectoria poliédrica. Argentina le debe mucho tanto como escritor, traductor, editor y descubridor de otros autores: «Juan Forn me cambió la vida», escribió Mariana Enríquez, novelista a la que potenció.

Forn, tal y como él mismo definió a Miguel Briante, también era un rey de la palabra, un esclavo de la palabra, un enfermo de la palabra. De hecho, cuando era niño robó de la casa de su tía Las hamacas voladoras de Briante y se enamoró de la literatura. Y cuando lo conoció, el maestro le regaló el Sebregondi retrocede, de Osvaldo Lamborghini.

Su vida fue una acumulación de libros pendientes para leer, pero una pancreatitis que le mandó en coma al hospital le hizo cambiar de aires, cerca del mar en Gesell, para vivir solamente para leer y escribir.

Con tan sólo 20 años publicó su primer libro, aunque fue una antología de poemas y entendió que no era su camino. Con el tiempo, creó el Suplemento ‘Radar’ en Página 12 y publicó Nadar de noche (1991), Frivolidad (1995), Puras mentiras (2001), María Domeq (2007), además de la recopilación de los ensayos en La tierra elegida (2005), Ningún hombre es una isla (2010) y El hombre que fue viernes (2011). Sus últimos textos fueron esas contraportadas de los viernes para Página 12 -contratapas en argentino- reunidas ya en cuatro libros.

En España se pudo leer Frivolidad, en Punto de Lectura; Yo recordaré por ustedes (2018), una recopilación de sus mejores crónicas en Tusquets; Corazones y Puras mentiras en Alfaguara, y Buenos Aires (1992), una antología de narrativa argentina en Anagrama. Todos tan recomendables como difíciles de encontrar ahora.

La arriesgada pirueta de ingenio, los juegos de espejos verbales y las asociaciones insólitas de palabras constituyen el sostén principal de la escritura de Forn, con ese poder que aporta el estilo kafkiano y ese esmalte poético de Brodsky. Su condensación, sonoridad y ritmo lo hacen un narrador elegido, predestinado, con un sonido de la prosa único.

Forn tuvo la teoría, heredada de su admirado Ricardo Piglia, de que todo cuento no cuenta una sino dos historias a la vez: la que se lee y la que buscas en tu propia vida después de leerlo. Sus últimos días, durmió enfrente de la pared donde tenía colgada su biblioteca. Su hija había ocupado su cama y el autor, antes de coger sueño, miraba los lomos ajados de sus libros como si agradeciese todo lo que le habían dado.

Hay escritores que nos enseñan a leer. Como pasó con Cortázar, Borges o Sabato, después de leer Forn, todos leemos mejor.

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