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Las voces de la memoria

‘Tos de perro’ es un magnífico empujón literario que saca de la pista a ese miedo, a quienes venimos sintiendo tanto tiempo la precariedad de la que nos habla Julia Otxoa.

Las voces de la memoria

De la oscuridad vengo yo, una mujer

Gertrud Kolmar

En la presentación de este libro escribe la autora: «Cuarenta y seis ráfagas de recuerdos que, en su precariedad, se apoyan y complementan con la ficción. Lo vivido macerado a través de la imaginación, grabando el sentimiento del tiempo como metáfora y salvaguarda contra el olvido». El libro se titula Tos de perro: es muy breve, tiene poco más de cien páginas, espacios en blanco entre capítulo y capítulo, y parece un libro de relatos. Su autora es Julia Otxoa, una escritora de la que hasta ahora sólo conocía su poesía. Durante muchos años en este país se impuso la desmemoria. El tiempo de antes se ocultó para que no hiciera daño al tiempo de ahora. Ésa era la versión ajustada a los cánones de la Transición. El tiempo de antes era el de la Segunda República, el golpe de Estado fascista, la guerra de tres años que sigue sin la firma del armisticio (que se lo pregunten, si no, al PP, Vox y Ciudadanos) y la dictadura franquista. El tiempo que vino luego fue el del olvido.

La memoria es incómoda, siempre. Le saca los colores al pasado. La memoria insumisa es la que se resiste a la claudicación, a mirarse en el espejo deformado del revisionismo histórico, a que le cambien la cara con el confuso maquillaje de la reconciliación. No hay reconciliación posible sin verdad. El relato de la memoria sigue siendo, en su mayoría hegemónica, el del franquismo. Desde hace años vamos avanzando, eso es cierto. Pero hace falta más decisión política para que ese avance sea definitivo. No sé qué va a pasar con la anunciada Ley de Memoria Democrática. Tengo escasa confianza en que suponga ese alcance definitivo. Se le sigue teniendo miedo a la memoria. Por eso Tos de perro es un magnífico, rabiosamente bello, empujón literario que saca de la pista a ese miedo, que lo desacredita, que nos sitúa, a quienes venimos sintiendo tanto tiempo la precariedad de la que nos habla Julia Otxoa en su texto introductorio, en el punto exacto de una memoria que no nos avergüence ni individual ni colectivamente.

La infancia se cuenta a sí misma desde el recuerdo. Para eso hace falta un bagaje literario nada despreciable. Si no, la voz sonará impostada, como si alguien la estuviera manipulando desde esa oscuridad que vivió Gertrud Kolmar, la joven judía que murió en fecha desconocida en el campo de Auschwitz. Cuenta Julia Otxoa -entre como ella misma dice la realidad y la ficción- desde esa sombra que se escondía en el desván de la memoria familiar. Y lo que sale de ese desván es luminoso, nos enseña el horror de la barbarie que puso en marcha la victoria de los rebeldes en 1939, se vincula a la verdad de los acontecimientos aunque le toque excavar la tierra donde sólo hasta ahora se alimentaban cínicamente el silencio y la mentira. Y bien que la excava la escritora en este libro cuyas leves extensiones alcanzan la nobleza más grande y la siempre tan oculta dignidad de la derrota: también, como no podía ser de otra manera, la escritura inmensa que las cuenta.

Son cuarenta y seis ráfagas. Duran apenas unos minutos cada una. No se aíslan unas de otras. Van juntas. Se miran unas a otras. Se interrogan. Buscan respuestas en los pliegues de una historia familiar que tiene que ver con la guerra, con el tiro de gracia (dos, en el caso del abuelo), con el horror de lanzar los cadáveres en la fosa y echarles encima dos perros vivos y que se mueran de sus propias dentelladas en su carne y en la de quienes hablan como testigos mudos de lo que vivieron, habla la «tía que cuidaba el fuego», el fuego de la memoria familiar en el pueblo donde los matones lanzaron a la fosa común a los tres hombres y a los dos perros. Hablan los perros cervantinos y hablan los bosques, «las nubes y todos los mares de la tierra» para dar testimonio de que la naturaleza no permanecerá callada, de que los crímenes no quedarán impunes más tarde o más temprano. Seguimos con esa esperanza. Y libros como éste la hacen más de verdad. Hasta se ríe a ratos la voz de quien nos cuenta lo que ha vivido, lo que le han contado, lo que ha ido descubriendo en los rincones más oscuros del recuerdo: «Muchos años más tarde, supe que en ninguna dictadura están bien vistos ni el humor ni la risa». Hay veces en que ni la democracia es partidaria de la risa…

Estamos en días difíciles, muy difíciles. Igual la lectura ayuda a superarlos. La literatura, al fin y al cabo, no cura las heridas: pero las alivia. En esta ocasión, recomendar que lean ustedes Tos de perro también me alivia a mí porque sé que cumplo ese mandamiento no escrito en ninguna parte que es el de la responsabilidad. La memoria, ya lo dije, es a veces -casi siempre- tan incómoda como necesaria. En este pequeño libro de extraordinarias dimensiones verán eso cumplido con creces. Los nombres que desaparecieron de la historia surgen aquí para recordarnos que venimos de donde venimos y que sólo leyéndolos, escuchándolos en las voces que cuentan estas páginas, podremos, aunque sea levemente, restituirlos en su maltratada dignidad. Con los versos de la propia Julia Otxoa acabo: «La memoria de las víctimas es aquello que renace una y otra vez, el cultivo, la semilla, la raíz…». Ojalá les sirva de algo esta lectura. Ojalá.

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