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El crepúsculo de los espías

Los papeles que descubrió el hijo de John Le Carré cuando ya había muerto son una novela extraordinaria, ‘Proyecto Silverview’, como todas las suyas.

El crepúsculo de los espías

Lo viejo y lo nuevo. Lo que acaba de nacer y lo que después, con el tiempo, tendrá los colores anaranjados del crepúsculo. La vida serán otras vidas. Todo se convertirá en memoria. O en olvido. El tiempo pasa, como en la canción de Casablanca, y el regreso será imposible, como todos los regresos. Pero eso no se sabrá hasta mucho después, hasta que lo que recordamos sea una mezcla de realidad y de invenciones. «La gloria y la belleza ya han pasado», escribía John Keats en 1817. La imagen de lo que fue y nunca acabó de ser del todo, o acaso lo fuera de manera tan insuficiente. El pasado que alimentaba los versos románticos para idealizar la pérdida. En las novelas de John LeCarré descubrimos un paisaje con el alma traspasada por la derrota. Lo humano es, en sus libros deslumbrantes, un grumo de tristeza, de búsqueda incesable de la verdad sabiendo que al final esa verdad no la vas a encontrar en ningún sitio, que todo está construido a medias y tan frágil como un castillo de naipes, que el mundo en que viven sus personajes se desmorona como los atardeceres al cruzar la línea del horizonte.

Tenía el escritor británico casi noventa años cuando murió en el mes de diciembre de 2020. El año anterior nos había dejado ‘Un hombre decente’, una novela con el Brexit de fondo y un europeísmo claro y raso en sus páginas: pensábamos que ya iba a ser su última novela, definitivamente. No ha sido así. Su hijo menor y también escritor, Nick Cornwell, rescató entre sus papeles lo que parecía una novela inacabada. Dice que la revisó a fondo y que descubrió que casi no había nada que corregir, como si su padre lo hubiera dejado todo dispuesto para su publicación. Nunca se sabe qué hay de cierto en ése y otros casos parecidos. Muchas veces vale la pena dejar las cosas como están si pensamos en la calidad literaria de lo recién descubierto. Pero en esas ocasiones acabará mandando el mercado, la posibilidad de convertir el hallazgo en dinero contante y sonante. Otras veces es bueno sacar esos papeles para disfrute de la gente que los leerá cuando se hayan publicado. Tenía todas las dudas cuando abrí ‘Proyecto Silverview’, la novela que acabo de leer de una sentada, como solemos decir de esos libros que poco a poco y reticentes a la complicidad se acaban convirtiendo en aliados.

El mundo del espionaje ocupó casi todas sus novelas. Desde la primera que conocimos a comienzos de los años sesenta del pasado siglo: ‘Llamada para el muerto’. Ahí ya aparecía George Smiley, el personaje que protagonizará muchas de sus novelas posteriores. Y ya en esas páginas primerizas encontraremos lo que habría de ser imagen de marca del autor: el cansancio, la amistad, el amor cuando el amor ya es otra cosa, la lealtad y las traiciones. Podríamos decir que el paisaje y quienes lo habitan adquieren ya en su primera novela ese tinte crepuscular que no abandonaría Le Carré en ninguna de las que siguiera escribiendo a lo largo de su vida.

Ahora nos llega ‘Proyecto Silverview’ y volvemos a adentrarnos en sus paisajes de siempre. Y cuando escribo «paisajes» lo hago desde el convencimiento de que todo paisaje es un paisaje moral. El campo o la ciudad, las casas señoriales o los tugurios en que a veces se cierran los encuentros clandestinos, la lluvia que azota las calles portuarias y los prados soleados que parecen sacados de un ensueño. Y quienes habitan esos paisajes: otra vez a vivir amores desterrados, lealtades curtidas a golpe de traiciones, luchas internas que, ahora más que nunca, han convertido los Servicios Secretos británicos en un enjambre de intereses orgánicos y personales contrapuestos.

Como en una película de Brian de Palma, la historia se parte en dos, ocupan sus protagonistas capítulos alternos, se van mostrando en esos capítulos las vidas que vienen de antes y buscan ahora un sitio donde ajustar cuentas con el pasado sin que ese pasado se convierta en un zafarrancho de combate. La frialdad de los espías nunca fue en Le Carré un territorio abonado para el cinismo. Sí para la ironía o el humor, algunas veces. El cinismo se quedaría en la parte de allá, la más recóndita, de lo que se cuenta. Siempre, a pesar de la crueldad que implica llevar a cabo aquel ajuste de cuentas, habrá espacio para la compasión, para la necesaria manera que unos tienen de entender las razones de los otros, para urdir unos y otros las estrategias tantas veces difíciles de la supervivencia.

En la primera línea de esta novela una joven entrega una carta en una de esas casas señoriales que antes comentaba. Un paso después, un joven que ha cambiado una buena posición en el mundo de las finanzas por la gerencia de una librería medio arruinada recibe la visita de un personaje misterioso que resultará el eje de la trama. Todo lo demás, todo lo que suceda a partir de esos dos detalles aparentemente sin importancia, irá llenando una novela que al cabo será como las que nos ha ofrecido John Le Carré en todas sus entregas ficcionales. Si tiene o no el pulso narrativo de las que lo encumbraron en el mundo de la literatura apenas importa. Los papeles que descubrió su hijo cuando él ya había muerto son una novela extraordinaria, como todas las suyas. Nunca, desde la primera hace más de sesenta años, les faltó a esas novelas ese tono crepuscular que no nos llena del eterno cansancio que aqueja a sus personajes, sino que nos mete de lleno en un mundo que por más que lejano nunca nos va ser ajeno. O lo que es lo mismo: siempre vamos a querer leer más historias de John Le Carré. No sé si habrá más papeles sueltos en los archivos del viejo espía del M-15 y M-16. Si son como estos que acabo de leer, ya están tardando en sacarlos a la luz. Pues eso.

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