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La herencia mediterránea en la civilización actual

Uno de los últimos y más celebrados álbumes de Bob Dylan lleva por título ‘No Direction Home’ (sin dirección a casa), y dio lugar también a un prodigioso documental de Martin Scorsese sobre el músico norteamericano.

La herencia mediterránea en la civilización actual

Dylan y Scorsese sitúan su existencia en la carretera, el discurrir, en ese espacio de paisajes infinitos que ha significado el nuevo mundo. Es la versión de muchos poetas, como Antonio Machado. En cambio, un escritor mediterráneo y cosmopolita como Constantin Kavafis recupera en su célebre Camino a Ítaca que popularizara Lluís Llach la idea del retorno, la vuelta a casa homérica: «Cuando emprendas tu viaje a Itaca / pide que el camino sea largo, / lleno de aventuras, lleno de experiencias. (…) Ten siempre a Itaca en tu mente. / Llegar allí es tu destino. / Mas no apresures nunca el viaje. / Mejor que dure muchos años / y atracar, viejo ya, en la isla, / enriquecido de cuanto ganaste en el camino / sin aguantar a que Itaca te enriquezca. (…) Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado. / Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, / entenderás ya qué significan las Itacas».

A ese itinerario vital le llama el historiador José Enrique Ruiz-Domènec el sueño de Ulises, título de su última publicación en formato libro, donde retoma trabajos anteriores fechados en los años 80 o en ensayos más recientes como los dedicados al Mediterráneo o a la eterna crisis de Palestina (ambos de 2004). En cualquier caso, El sueño de Ulises, con subtítulo El Mediterráneo, de la guerra de Troya a las pateras, nos devuelve a los intereses más constantes de Ruiz-Domènec: la herencia que ha depositado la cultura mediterránea en la civilización occidental.

Cerca de cincuenta años lleva el historiador José Enrique Ruiz-Domènec (Granada 1948), profesor en la UAB de Barcelona desde 1969, tratando de transformar la Historia entendida como materia humanística en un compendio de saberes multidisciplinares. Ruiz-Domènec no hace historia cultural tal como se la conoce, ni siquiera es un disciplinado seguidor de la historia de las mentalidades que conoció de la mano de su gran maestro, el genial medievalista Georges Duby.

Nuestro historiador está más cerca de las interpretaciones que Michel Foucault llevó a cabo a partir de Friedrich Nietzsche, mediante claves genealógicas. Y en esa búsqueda, la cultura se convierte entonces en el artefacto superior que mejor explica a las sociedades humanas. No se trata de la cultura como enciclopedia de costumbres y habilidades técnicas que transforman las civilizaciones protohistóricas. Como tampoco es la cultura entendida como un sistema de autoreferencias para las artes y las letras, la pátina sensible de las élites. De lo que habla Ruiz-Domènec es de la complejidad de los procesos históricos.

Para ello suma al análisis histórico cuantos artefactos culturales puedan considerarse paradigmáticos o revolucionario-rupturistas, y en ese sentido el bagaje que aporta Ruiz-Domènec es inabarcable, de la literatura al arte, de la música al cine, las referencias que nuestro historiador incorpora a su relato historiográfico son múltiples y luminosas. Y lo son porque se adaptan dialécticamente con la suficiente coherencia y una biblioteca infinita de lecturas. Más la conciencia abierta de que, finalmente, la tarea del historiador descansa sobre la propia subjetividad que se desliza narrativamente. «Una novela del universo», titula el editor y crítico Basilio Baltasar la presentación de la escritura de Ruiz-Domènec en la revista Claves.

A lo largo de esos cincuenta años de oficio como historiador, José Enrique Ruiz-Domènec empezó siendo un orador brillantísimo, cautivador, que enseñaba historia medieval europea en el campus de Bellaterra mediante originales seminarios que se cernían sobre personajes o acontecimientos singularísimos, desde la relectura de un ensayo capital de Duby sobre el arte cisterciense promovido por San Bernardo de Clairvaux a las teorías sobre el amor en Andrés el Capellán o el debate técnico y espiritual entre los arquitectos Gabriele Stornaloco y Jean Mignot en el Duomo de Milán que reveló un cambio del modelo de medir el tiempo.

Hacia finales del siglo XX, Ruiz-Domènec había puesto en circulación una decena de libros, además de numerosas colaboraciones en revistas y publicaciones especializadas. Su figura se abría paso, pero únicamente entre sus colegas más conspicuos y entre sus numerosos alumnos. Su itinerario cultural transcurre en la privacidad de Barcelona y entre sus largas estancias en Italia, también en Francia o en los Estados Unidos, además de dejar dos memorables exposiciones en València junto al profesor Eduard Mira: las dedicadas a Jaime I y, en especial, al Toisón de Oro.

A partir de los primeros años de la nueva centuria no ha dejado de publicar un ensayo tras otro, además de mantener su prolífica producción de artículos para congresos y encuentros diversos. Obviamente, la voz del historiador se ha ido definiendo, cada vez más narrador e intérprete. Hasta alcanzar el grado extremo en su nueva obra, El sueño de Ulises, donde no hay notas a pie de página, aunque sí treinta y ocho páginas de comentarios bibliográficos con más de quinientas referencias de libros.

Ruiz-Domènec propone una serie de conclusiones al largo e intenso devenir de la historia mediterránea, a modo de esbozos, sugerencias muy personales, brillantes fragmentos de un gigantesco puzzle. Frente a una narrativa lineal y abrumadoramente académica, por más que lúcida –aunque sin riesgo– propuesta por David Abulafia (El gran mar, 2013), El sueño de Ulises es un relato collage, más cercano al Fernand Braudel del mundo mediterráneo cuando Felipe II (1949), historia de la longue durée.

Pero donde Braudel habla de geoestrategia y estructuras, Ruiz-Domènec saca a pasear las óperas de Verdi, los paraguas de Cherburgo o el hotel Cecil de Alejandría. Claro que también circulan por sus más de quinientas páginas las figuras de reyes y reinas, como el analfabeto Carlomagno, de guerreros, papas y políticos, pero son mucho más abundantes las apariciones de filósofos y novelistas, pintores, cineastas o aventureros. Maquiavelo, Marco Polo, lord Byron comprando la romántica idea de una nueva Grecia clásica, Joyce en Trieste, Chateaubriand en la Alhambra, Zorba, Cavafis y Theo Angelopoulos –los griegos–, Camus y Curzio Malaparte, Dante, Masaccio, los hermanos Lorenzetti, la familia cremonense de los Stradivari...

La muerte de los héroes, la tragedia como origen del sujeto mítico, el viaje como fundamento del comercio: actividad que generará la mayor prosperidad de las regiones costeras antes de la llegada de los 240 millones de turistas que reciben las playas mediterráneas cada año. Una cultura de mecenas y con religiones basadas en grandes frases, cuyos ingeniosos y cosmopolitas mercaderes originan el capitalismo primigenio: frente a la tesis weberiana que lo adjudica al norte protestante. El paisaje como vivencia, la belleza como objeto de deseo y sublimación del arte, el culto sacralizador a las ninfas y luego a las vírgenes, la lógica y el orden que geometriza por parte del clasicismo, la curiosidad del viajero…

Herencias mediterráneas todas ellas, pero ninguna con la fuerza y recurrencia de la aventura homérica de Ulises: el regreso a casa, que no es más que la metáfora de un mundo de infinitas geografías y etnias aunque de aspecto y universo único. Unas formas de vida compartidas en medio de un trasiego de pueblos y violencias. De ahí que la vuelta al hogar, la mera existencia de ese hogar, sea el sueño motor de la existencia de Ulises y de todos aquellos que desde la era megalítica han vivido cerca del mar de las mayores penínsulas del planeta.

¿Conoces la tierra donde florecen los limoneros?, se preguntaba Goethe, cuestión retomada por la jardinera Helena Attlee para contar la historia de la citricultura italiana, sin olvidar que un patio con naranjos y azahares es el equivalente al paraíso porque constituye toda una metáfora del amor, la energía que da origen al hogar y al espíritu que regresa a la casa. Caminos de vuelta no exentos de peligros y pérdidas, como la liquidación de las ciudades cosmopolitas, el cisma entre las riberas norte y sur del mar, las salvajadas y ordalías impulsadas durante las cruzadas, las heridas del nacionalismo a la civilidad mediterránea, las guerras balcánicas y las balcanizaciones, la muerte en una patera…

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