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El óxido

En ‘Los ahogados’ hay un acercamiento para entender mejor lo que es un mundo que desaparece porque las aguas del abandono lo inundan todo: las vidas y los sitios.

El óxido

Abrir un libro del que no sabes nada. Ni de quien lo ha escrito. Una aventura hermosa, en lo que tiene de arriesgada. En el mercado literario sólo cotiza lo que se conoce de antemano por medio de la publicidad. Escucho las razones de siempre: «es que si compro un libro sin saber de qué va, y luego no me gusta, habré tirado el dinero». Excusas. Muchas veces la mejor consejera es la intuición, el sentido del riesgo, adentrarte en los pasillos de una librería y comprar ese libro del que no sabes nada, del que nadie te ha hablado antes, del que desconocías hasta su propia existencia. Así descubrí un día a Jean-Claude Izzo (seguro que lo he contado muchas veces). Me fui con una novela suya: Total Khéops. Y ya no he podido dejar de leerlo, aunque ya no escriba porque se murió hace más de veinte años en Marsella, su ciudad y la protagonista de sus novelas, la ciudad de los cielos más bellos del mundo. También pasa a veces que te llega un libro del que no sabes nada. Un sobre con tu nombre y dirección. En el remite, el nombre de un amigo. El libro lo ha escrito un amigo suyo. Ojalá pudieras leerlo, me dice. Los libros se amontonan en el suelo del estudio. Llegan montones cada día. Pasa tiempo hasta que poco a poco van menguando esos montones. No los puedes leer todos. Eso deprime, te provoca un penoso desasosiego. Leí el libro muchas semanas después de recibirlo. Se titula Los ahogados, es muy breve y lo ha escrito Héctor Hugo Navarro. Ni idea.

En la solapa veo que ha ganado algunos premios literarios. De esos llamados menores, que en muchas ocasiones son los más interesantes. Este libro se hizo con el XXI Premio de Novela Corta convocado por la Diputación Provincial de Córdoba. También leo que publicó en 2018 Interterror, historia de un grupo de culto en la Valencia punk. No conocía el libro. Sí que conocía el grupo y a varios de sus componentes, alumnos míos en las Escuelas Profesionales San José. Alguno de ellos formaron luego otro grupo mítico en el mundo del punk valenciano: La Resistencia. No sé qué habrá sido de aquellos chavales con los que me unía una amistad grande. El tiempo también es eso: andar cada cual por sitios diferentes que nunca llegan a cruzarse. Buena carta de presentación, pues, del autor de Los ahogados. Habrá diversidad de opiniones sobre si se trata de una novela o de un libro de relatos. Sentencia clara: es una novela. Seis capítulos numerados. Personajes que se pasan de unos capítulos a otros. Un mismo paisaje: Ribadella, un pueblo donde los críos «aprenden antes a matar gatos que a dibujarlos», como dice el maestro republicano Don Nicolás una noche tomando la fresca con uno de los aventajados jóvenes del pueblo, allá por el año 1933, si mal no recuerdo. A lo mejor sí que recuerdo mal y me equivoco con los detalles. No me importa. Leo, y si me gusta lo que he leído, escribo de memoria. Eso estoy haciendo al evocar para este Posdata lo que me dejó un libro magnífico que se estaba poniendo amarillo en los montones de libros por leer.

El pueblo lo engullen las aguas de un pantano. Se ha convertido en ese no-lugar que son las huellas de lo de antes. Se cosen entre sí los tiempos de la historia. Antes y después de la construcción de la presa. El aire que se respira en la novela tiene poco oxígeno. Se alimenta de tradiciones, de rencillas, de ese miedo que la represión va dejando en las casas y en las viejas sendas de la montaña. Y también de ese amor y esa amistad que descubrimos en la adolescencia, cuando no se sabe que la vida da muchas vueltas para dejarlo todo patas arriba y quedarse tan tranquila. Hay entre renglones un humor ácido, una estereotipación de algunos personajes y sus vestimentas, el luto que siempre será el ropaje que encubre la derrota.

Lo que desaparece nunca desaparece del todo. Nos queda su memoria. Y a quienes la cuentan. Hoy está de moda, también en la ficción, recurrir a eso tan de moda que es el mundo rural. Provoca vergüenza ajena cómo nos cuentan ese mundo. Escriben de oídas, de lo que se ve desde la ciudad, de lo que ignoran. Y convierten todo eso en una literatura que suena a falso, a impostura. Pero esa literatura vende, incluso a veces se vende como una crítica que al final es como un apoyo más a la impostura. En Los ahogados nada hay de ese falseamiento. Al revés: lo que hay es un acercamiento que nos hace entender mejor lo que es un mundo que desaparece porque las aguas del abandono lo inundan todo: las vidas y los sitios, esa manera de vivir que era como el óxido que todo lo destruye, lo difícil que resulta salir con bien de un tiempo en que todo estaba corroído por la costumbre y esa cultura carroñera de la devastación moral en que sobresale por encima de todo, como el campanario de la iglesia asomando entre las aguas, la oscura presencia de un pasado en que no existía la inocencia.

No sabía nada de este libro ni de quien lo ha escrito. Ahora ya sé algo más. De los dos sé algo más de lo que sabía antes de leer Los ahogados. Y saco aquí el buen sabor que dejan los libros excelentes. Aunque los conozca poca gente porque no salen en la tele, ni en la radio, ni en casi ninguna parte. Vale la pena escribir de esos libros. Casi siempre lo hago. Los otros, esos que nos los meten hasta en la sopa, me interesan poco. O nada.

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