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José Iniesta

Poeta de la generación valenciana de los ochenta, publica ‘Cantar la vida’, donde abundan las imágenes fluviales y los recuerdos son materia indestructible.

José Iniesta

José Iniesta (València, 1961) es un poeta elegíaco en el más alto sentido y en la más solvente tradición. Miembro - por edad- de la generación valenciana que se dio a conocer en los ochenta y en la que destacan, entre otros, Miguel Mas, Carlos Marzal, Vicente Gallego y Juan Pablo Zapater, es un autor premiado (obtuvo, con Arder en el cántico, el Vicente Gaos y, con Bajo el sol de mis días, el Ciudad de Badajoz) y reconocido por la íntima unidad de su obra, caracterizada por una expresión justa, serena, equilibrada, clásica: sin aspaviento alguno. Definirlo como existencialista sería demasiado genérico; describirlo como un poeta del tiempo -como lo hizo José Olivio Jiménez en el caso de José Hierro y de Francisco Brines- es más exacto, adecuado y mejor, porque eso es lo que José Iniesta es, y eso es lo que lo une con un poeta en prosa como lo fue Azorín. Iniesta ha escrito un libro que, sin repetirlo, mantiene y supera el tono de dos libros fundamentales suyos como son El eje de la luz (2017) y Llegar a casa (2019), descubriéndonos que la única infancia es la eternidad. De ahí que este libro se articule en torno al puente de unión que existe entre estos dos términos, que aquí constituyen una ecuación.

Iniesta expone en dos intensas prosas -tituladas «Lámpara en la noche» y «La escritura y el tiempo»- algunas claves de su poética, que se podrían sintetizar: que «La poesía no es conocimiento» sino «una mirada que cree» y que, por ello, «es consolación». De ahí que todo lo abarque y toda quepa en ella «si hay verdad y amor en las palabras». Acogido a lemas tomados de Marguarite Duras, versos de San Juan de la Cruz e intertextos, más o menos camuflados y siempre bien asimilados, de Shakespeare, Faulkner, Carles Riba, Antonio Colinas, Juan Ramón Jiménez y Octavio Paz, construye una sólida partitura musical, que es -como él indica- «una sola canción y una oración donde es posible sentir lo grande y lo pequeño». Y eso y no otra cosa es lo que hace con maestría aquí. El recuerdo del padre muerto «en la casa vacía de otro siglo», la asistencia de niño a la violenta y cruel muerte de un perro (tema tanto de «El corazón roto» como de «La muerte entra las cañas»), la autoelegía de «La carrera y la esquina» y otros emotivos poemas logran que la canción se convierta en lágrima y que sus poemas sean una «arquitectura del dolor». El primer amor es evocado en «La carta», que trae consigo «el látigo del tiempo». En «El paseante» advierte que «Ocurre/en un instante todo, y algo clama/al fondo, más al fondo de la vida». En «La belleza vencida» la perspectiva es por completo plástica y pictórica como si el enfoque fuera el mismo de un conocido cuadro de Van Gogh: «esa luz/que apenas ilumina va mostrando/las sábanas, los muebles, la pobreza,/las baldosas de barro desgastadas, /la ropa que envejece en una silla…». Para Iniesta- como para John Donne y Jaime Gil de Biedma- «los cuerpos son el alma» y la vida «solo cauce y sequedad». Abundan las imágenes fluviales en el libro y los recuerdos se configuran como materia indestructible en la que cada uno de nosotros nos podemos salvar. Creo que al libro le sobran las «Cuatro estampas de amor y miedo», que se desvían del paradigma en que se asienta su unidad. Pero esto es subjetivo. En cambio, hay que elogiar -y mucho- el acierto de la combinación de verso y prosa (aunque algunos poemas en prosa podrían estar muy bien dispuestos en verso) y, más aún que éste, el hecho de dar entidad a las acotaciones que pasan así a formar parte del poema: a incrustarse con autonomía propia dentro de él.

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