Del tiempo y sus heridas

Una historia de amor y de descubrimiento que abarca casi cinco decadas en la vida de sus protagonistas y del país.

Del tiempo y sus heridas

Del tiempo y sus heridas / Alfons Cervera

Alfons Cervera

Alfons Cervera

"Quien no entiende sus sentimientos se pasa la vida vapuleado por ellos…", escribe Vivian Gornick en su magnífico ensayo El fin de la novela de amor. Y en otro momento de ese libro: "Amamos una vez y amamos mal. Volvimos a amar y volvimos a amar mal. Lo hicimos una tercera vez y ya no estábamos viviendo en un momento carente de experiencias. Comprendimos que el amor no nos hacía ni tiernos, ni sabios ni compasivos… En nuestro fuero interno no habíamos cambiado". El amor romántico es algo que se quedó anclado en el pasado. Mala prensa ese amor en este siglo XXI tan entregado a otros y tan distintos rituales. Pero nunca fue Alejandro Gándara un escritor fijado a la "normalidad", a otra exigencia que no fuera la de ir a contracorriente de lo que se estila(ba), a una manera de mirar el mundo que poco tiene que ver con la que imponen las exigencias siempre miserables del mercado.

Su primera novela, aquella tan lejana La media distancia, ya anunciaba otra escritura, otros intereses literarios, otro realismo que tal vez él mismo salvaba a cada zancada en su condición de campeón de España en la prueba de los 1500 metros lisos. Ahora acaba de publicar una novela que de nuevo anda por sitios sorprendentes. Ponerle el título de Primer amor ya es, a estas alturas, un motivo para la extrañeza. Situar la historia que cuenta a mediados de los años setenta del pasado siglo, cuando se acaba de morir Franco, añade una feliz perplejidad a la hora de enfrentarnos a ella como lectores poco dados a caer en la engañifa. Ninguna decisión es gratuita, cuando se trata de escribir o de lo que sea. El amor cuando los tiempos oscuros está dando sus últimas volteretas. Las vidas de un grupo de jóvenes que son como los últimos estragos de una dictadura agonizante. "Quizá todas las cosas que van a pasar en la vida pasan en una hora, en un minuto", piensa Andrés Aja la tarde en que la pandilla irá al cine para ver Bonjour, tristesse. Y un rato antes, después de que Azarías le preguntara si iba a la Ciudad y si tenía allí una chica esperándolo: "Los sueños no se hacen realidad. Están precisamente para explicarnos lo distinta que es la realidad. A eso se dedican los sueños". Han pasado sólo unas líneas y ya estás metido hasta las cachas en esa historia que huele a una precisa y clásica contemporaneidad.

Construir una historia que emocione, que conmueva, no es fácil. Lo fácil es convertir esas emociones en una trampa. No todo vale para lograr que la cosa funcione. Las dudas de un joven que como Vladímir Petróvich en aquel otro Primer amor, de Turguénev, señalarán el fin de la inocencia: "dejé de ser un muchacho a secas; me convertí en un enamorado". Así Andrés de Brígida para iniciar un viaje desde y hacia un tiempo del que nadie conoce el desenlace. Ese tiempo que es también el del regreso y nos interroga acerca de si son posibles esos regresos cuando se salió huyendo para que el rencor no fuera como ese alacrán que te envenena cuando la violenta despedida. Se lo pregunta el joven Werther cuando piensa en Carlota: "¿Por qué aquel tiempo, cuyo recuerdo me mata, era para mí tan dichoso?". Y aquí, en la novela rabiosa, radicalmente hermosa de Alejandro Gándara, su protagonista Andrés Aja: "¿Qué significa yo viví, yo estuve aquí? ¿Dónde ha ido a parar ese tiempo?". La vida es lo que de ella recordamos. Y también lo que olvidamos. La condición selectiva de la memoria. Sus lagunas cuando tratamos de recordarlo todo: "¿Es posible inventarse un recuerdo? Si es posible inventarse un recuerdo, entonces también será posible inventarse un olvido". El convencimiento de que el amor se acaba cuando te han destrozado el corazón y el corazón se queda, como en aquel otro amor primero en un relato de August Strindberg, "lleno de maldad y de cólera". Conocer lo que queda de lo que hubo antes, cuando todo apunta a que la realidad es ahora un lugar tomado por las sombras. La hora lesiva en que todo se revela sufrimiento: "No sólo nos hiere lo que amamos, también lo que nos ama, y hay que aceptar ambas heridas". Y la música que abre hilos de luz en la inseguridad de los recuerdos.

La música, o mejor las canciones de un tiempo que está a punto de cambiar, como cuando el amor aún presumía de su intacta capacidad transformadora. Los bailes del verano para el acercamiento cuando suenan Lone Star, Paul Anka, Roberto Carlos, o esa grandiosa Come Together de John Lennon para el ya crepuscular Abbey Road, cuando los años sesenta anunciaban su final no sé si con más pena que gloria. Y aquí, precisamente, la incertidumbre. Cómo se construye un final sin que la historia chirríe después de haber mantenido el tipo durante todo el relato. Me lo anduve preguntando desde ese capítulo -tal vez el mejor del libro- en que todas las voces se juntan recordando la arriesgada estructura polifónica de Ciudadano Kane. A ratos me entraba la tentación de ir directamente a las últimas páginas. No lo hice. Me aguanté las ganas. El tiempo que son todos los tiempos juntos en esta novela con los ritmos magistralmente bien marcados, sin que los personajes sean en ningún momento de cartón piedra -como tantos y tantos en tanta ficción levantada ridículamente por las estrategias del marketing-, con una decidida vocación por esa verdad que como decía Joyce Carol Oates es más verdad cuando duele. Los corazones rotos en un tiempo en que no se sabía lo que iba a quedar de esas fracturas cuando llegara el futuro. Esa amistad y ese amor tan juntos y tan separados en el relato clásico. La canción entonada a dúo por Andrés Aja y Solórzano cerca del último adiós, muchos años después de que el amigo buscara en Londres sus sueños imposibles: "And the moments that I enjoy / A place of love and mystery / I’ll be there anytime…". El amor y el misterio en la voz de Beth Gibbons y en las páginas de una novela memorable. No se las pierdan. Ni la canción ni la novela, ¿vale? No se las pierdan.

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