El poder de la música

En ‘La música despierta el tiempo’, Daniel Barenboim analiza la influencia de un arte que, de Bach a Boulez, da una idea del mundo y no sabe de razas, sexos ni religiones.

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la / Cosme Marina

Cosme Marina

El pianista y director de orquesta Daniel Barenboim acaba de publicar en castellano La música despierta el tiempo, original ensayo recopilatorio que se convierte, de manera práctica, en la defensa de un ideario vital y profesional, además de un alegato apasionado a favor de la música, de su poder inmenso sobre el ser humano, tanto a nivel individual como colectivo.

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El ensayo se estructura en dos partes, una primera que recoge una serie de conferencias dictadas en la Universidad de Harvard en 2006, y, a continuación, una recopilación de artículos y entrevistas titulada «Variaciones». Ambas acaban configurando un único corpus, singular, atrevido y sugerente, un pedestal áureo al hecho musical que Schopenhauer veía como «una idea del mundo» y Ferruccio Busoni como «aire sonoro». El maestro argentino no se anda por las ramas en su visión de cómo la sociedad actual se relaciona con la música, articulada desde una perspectiva crítica que ataca con dureza el fiasco, también en este ámbito, del sistema educativo, incapaz de entender su valor para formar el carácter de los más jóvenes. Explica cómo el silencio es clave y forma parte esencial de la interpretación -por eso es intransigente con los ruidos en las salas de conciertos, tan relacionados con la banalización cultural y la falta de sensibilidad- y también enfatiza que toda música acaba siendo esencialmente presente: «Trescientos años separan a Bach y a Boulez, pero ambos crearon universos que nosotros, como intérpretes y como oyentes, volvemos contemporáneos».

Es esencial la comprensión del relato musical, por eso explica Barenboim que «escuchar música no es lo mismo que leer. Al leer un libro, creamos nuestras propias asociaciones a partir únicamente del texto y de nuestro propio ser. Al escuchar música, existen unas leyes físicas del sonido, del tiempo y del espacio que debemos tener en cuenta a cada nota. Cuando escuchamos una obra en un concierto, es imposible repetir una frase o una sección que no hayamos entendido por completo»; en este sentido, abunda en que «escuchar música entraña también oírla para comprender el relato musical». De ahí que los discos, el sonido grabado, no goce de su entera aprobación, en la medida en que acaba convirtiendo la música en algo secundario rodeado de otras actividades paralelas que rompen la concentración.

En sus disertaciones lucha asimismo con lo que podríamos denominar el «abuso» de la música que nos rodea de manera superficial, creando asociaciones absurdas y destrozando la experiencia musical en sí misma. Es muy rotundo Barenboim en señalar el error, tan persistente en nuestro tiempo, de «romper» las obras utilizando fragmentos y experimentos varios abocados al fracaso: «la accesibilidad (a la música clásica) no se consigue con el populismo, sino con un mayor interés, una mayor curiosidad y un mayor conocimiento. Hay lugares accesibles a sillas de ruedas, sólo se necesita colocar rampas o ascensores (…). En el caso de la música clásica, la educación es la rampa o ascensor que la hace accesible». De ahí la tragedia actual, con el arrinconamiento educativo que sufre y que ha roto la formación mínima imprescindible en este ámbito: se precisa una concentración que debe cultivarse desde edad temprana, «para que se desarrolle de modo orgánico, como la comprensión de una lengua. Así llega a ser una necesidad, en lugar de un lujo». Buena parte de la trayectoria de Barenboim está impregnada por la lectura de la Ética de Spinoza, un filósofo que él ha llevado a su praxis musical guiado, antes que nada, por la libertad como premisa sobre la que construir la obra de arte.

Interesantísimas son sus reflexiones sobre la Orquesta West-Eastern Divan, uno de sus proyectos de vida, que impulsó de la mano de Edward Said y que ha concitado reconocimientos mundiales, entre otros el premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 2002. El proyecto nació con la idea de impactar en el grave problema palestino-israelí, foco de graves tensiones en Oriente Medio. Se trataba de reunir a jóvenes músicos de Israel, Palestina y otros países árabes. Había una premisa clave para ambos: tocar música de cámara o música orquestal «implica hacer al mismo tiempo dos cosas muy importantes. La primera es expresarse, pues sólo así se estará contribuyendo a la experiencia musical, y la segunda es escuchar a los otros músicos, un aspecto imperativo a la hora de interpretar». Esa base múltiple tenía como fin fomentar el diálogo, encontrar territorios comunes entre comunidades separadas para lograr no una tolerancia -palabra de la que reniega- sino una aceptación mutua que reconozca «la diferencia y la dignidad del otro». La aventura ha sido ganadora en sus resultados, logrando hitos abrumadores como el concierto que se logró ofrecer en Ramala y que requirió una logística diplomática impresionante en la que España jugó un papel decisivo.

Los artículos y entrevistas de la segunda parte del libro son un verdadero cofre de maravillas en las que podemos apreciar su visión sobre Schumann o sus reflexiones sobre Mozart -fantásticas las de Don Giovanni-, Bach o Pierre Boulez, además de sus recuerdos sobre Edward Said y la humanitaria orquesta que juntos formaron.

Quizá esta afirmación suya sea una de las claves de la obra: «La música no distingue entre razas, sexos, religiones o lugares de origen. Ante una sinfonía de Beethoven, todas las personas son iguales, y cada cual puede aprender de ella, o encontrar en ella una fuente de inspiración, según sus capacidades y deseo de lograrlo».

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