Orgullo de clase

Monty Peiró viaja al corazón de lo que supone tocar en una banda siendo una mujer. Combinando la investigación, la propia experiencia y el sentido del humor, ‘El diablo vino a mí. Género, drogas y Rock and Roll’ aborda, con perspectiva de género, las profundidades del universo de los grupos de música.

El diablo vino a mi

El diablo vino a mi

alfons cervera

Porque he sido ella, permíteme ser su amiga

Hettie James

Having Been Her

El azar funciona. Un día, sin haberlo programado, salen en la conversación un nombre, un libro, las canciones que nunca antes habías sabido que existían, el tiempo que habías dejado atrás o que ni siquiera se te habría podido ocurrir que en algún momento formaría parte de tu vida. Nada sabía de Monty Peiró hasta que su nombre surgió por casualidad una mañana en que todo eran recuerdos cruzados entre amigos de los tiempos remotos, historias cuyos relatos eran como salidos de una memoria que, como toda memoria, era una suma y no siempre coincidente de memorias compartidas. Supe esa mañana que una música y una vida ocupaban las páginas de un libro que desconocía. Lo busqué. Y aquí lo tengo: El diablo vino a mí. Género, drogas y Rock and Roll. El nombre de la autora ya lo dije: Monty Peiró. Algo así como el diario de una mujer que a los quince años ya tenía claro que quería ser guitarrista. No sé si entonces ya sabía quiénes eran Joan Jett y The Runaways. Seguramente sí.

Lo que más o menos tenía claro esa joven adolescente era que la guitarra era cosa de hombres. Como la música que a ella le gustaba. Como la vida misma de entonces. Como la vida misma de ahora mismo, tantos años después de aquellos años primeros del nuevo siglo en que formó parte en València de su primer grupo, formado por mujeres: Sweet Little Sister. Luego vendrían otros. El camino elegido iba a ser largo. Y lleno de minas a cada paso. Recuerdo lo que escribía Joyce Johnson, novia entonces de Jack Kerouac, en su libro Los asientos vacíos. Hablaba de cómo eran vistas «las chicas» en el universo beat: «No eran sino pasajeras anónimas del gran autobús de la experiencia. Desprovistas de centro, ¿cómo iban a arder con la fiebre que consumía a sus jóvenes héroes? Lo que ellas hicieron, supongo, fue ocupar los asientos vacíos». A contracorriente y a contratodo empezaba la vida de una mujer nacida en 1981 que todavía hoy, entre muchos curros como en À Punt Ràdio y sus titulaciones y trabajos en el territorio de la Antropología Social y la Psicología, sigue enganchada a la música y las canciones que nunca va a abandonar pase lo que pase, aunque el tiempo aquel y el de ahora sigan anclados demasiadas veces en una cultura vencida -en la música y en casi todo lo demás- del lado de los hombres. Este magnífico libro de Monty Peiró va de eso. De muchas otras cosas, pero sobre todo de eso. El mundo del Rock and Roll se escribe en masculino. En machista muchas veces. Casi siempre. «Si hubiéramos podido jugar a ser unas rockstar en las mismas condiciones que nuestros compañeros hombres, quizás hubiéramos preferido beber y bailar antes que leer a Simone de Beauvoir. No nacimos feministas, llegamos a serlo»: una clara declaración de principios. O también ésta: «Nosotras sólo tenemos una manera de ser mujeres en la música rock: no parecerlo».

El diablo vino a mi

El diablo vino a mi / PD

Por sus páginas desfilan testimonios de mujeres con experiencia en el planeta rock. Músicas a las que se exige el estereotipo de una sexualidad que las convierta en objeto y nunca en sujeto de su vida y de su oficio, un oficio en que muchas veces destacan muy por encima de sus colegas músicos. Sin embargo «cuando una es percibida como buena por los hombres, se dice que no toca como una mujer». Esa es la cultura rockera que se niega a desaparecer, aunque los tiempos estén cambiando tantos años después de que lo anunciara Bob Dylan con voz de pato en uno de sus primeros discos. Me vienen a la cabeza dos nombres de mujeres: Marianne Faithfull y Nico. La primera sobrevivió como pudo a lo más oscuro de los años sesenta del pasado siglo. La cantante de Velvet Underground murió en Ibiza de una forma casi ridícula en el verano de 1988. En la biografía que de ella escribió Jennifer Otter Bickerdike se cuenta su relación imposible con Lou Reed en el seno del grupo inventado por Andy Warhol. El líder de la banda neoyorquina le gastaba toda clase de putadas. Era el tipo un pájaro de mucho cuidado. Llega Nico a una conclusión: «En mi caso sólo hubo envidia. Rechazo a negar que él me programara». Eso es pan de cada día en el mundo del rock. Bien argumentado que queda en este libro que desconocía y ahora escribo sobre lo que tienen sus páginas de apasionado y yo diría que testimonio imprescindible de un mundo -y no sólo el de la música- que viene de muy atrás y no acaba de acostumbrarse a los nuevos tiempos.

Si hay un capítulo que me ha conmovido por encima de los demás es el que rinde homenaje a las orquestas de baile, orquestas en las que Monty Peiró se curtió en la destreza y las dificultades que encontró en su oficio de música rockera. También aquí, en los escenarios levantados a veces con cuatro tablas en las fiestas de los pueblos, se dan las mismas condiciones difíciles que en el resto de las celebraciones musicales. Pero las escribe, esas condiciones, con una especial emoción, tal vez porque nunca ha olvidado de dónde viene: «… quizá lo más importante que me llevé de esa experiencia fue un orgullo de clase inmenso. Para mí, trabajar siendo la banda sonora de algo tan pequeño y a la vez tan importante, era algo que me hacía sentir muy orgullosa como trabajadora».

Si como yo, no sabían de su existencia, lean este libro. Seguro que se van a llenar de música y canciones. Y sobre todo de vida. De muchas vidas, ¿vale? Incluida la suya. La vida de ustedes, digo. La de ustedes.