Rosa y Ousmane (nombres ficticios para proteger su identidad), son solo dos de las miles de personas que han recalado en Europa huyendo de la guerra, de la persecución o de la miseria. Ambos se encuentran ahora en Gandia, y como solicitantes de asilo forman parte del Sistema de Acogida de Protección Internacional, que aquí gestiona Cruz Roja. Su historia pone los pelos de punta: Rosa huyó con sus hijos de la guerra que asuela la región de Donetsk, en Ucrania, y Ousmane ha vivido un periplo de dos años por tierras africanas para escapar de la persecución que sufre su etnia, los peul, en Guinea-Conakry, y de las torturas que sufrió en la cárcel por participar en una manifestación. Y en pleno auge de los movimientos y partidos xenófobos y nacionalistas españoles, sus historias conmueven aún más si cabe.

Rosa, de 52 años, maestra de Infantil, huyó de Donetsk con sus dos hijos a causa de la guerra. «El frente estaba muy cerca de nuestra casa, y el colegio se encontraba muy cerca de la base de la artillería, temía por mis hijos», explica, con la ayuda de la traducción de Diana Logvinova, una compatriota que es voluntaria de Cruz Roja y que reside en Gandia desde hace 16 años. «La guerra cambió nuestra vida», se lamenta. La señal de alarma se encendió cuando su hijo mediano, que ahora tiene 23 años, fue reclamaron para alistarse y acudir al frente. «Yo no quería perder a mis hijos, quería que siguieran estudiando».

Con una dolencia en el corazón y escuchando todo los días las explosiones de la artillería rondando su casa, Rosa y sus hijos tomaron la decisión de huir del país, mientras su marido se quedaba en Donetsk cuidando de la casa y de los abuelos. Salieron con lo puesto, «sin equipaje». Hace cuatro meses, el Sistema de Acogida de Protección Internacional le asignó Gandia como ciudad refugio. Viven temporalmente en uno de los pisos de acogida de Cruz Roja, y mientras se integran aprendiendo el castellano, el hijo menor, de 16 años, va al instituto. «Aquí son todos muy amables, y damos las gracias a todos los que nos están ayudando», comenta. «No quiera Dios que estés en mi lugar». «De una buena vida no se huye nunca, ahora soy yo, pero puede pasarle a cualquiera, nadie está a salvo de eso», afirma.

La historia de Ousmane, de 28 años, procedente de Guinea-Conakry, es aún más dramática. Lleva tres meses en Gandia tras un terrible periplo de dos años por el norte de África. Llegó a Melilla en patera, «en una lancha neumática», matiza, con la ayuda de la traducción de José Manuel Fayos, el psicólogo que le atiende en Cruz Roja. En 2016, fue detenido tras participar en una manifestación y le retuvieron seis meses en la cárcel. «Me torturaron y me rompieron la pierna con un bate de béisbol», añade.

Y ahí comenzó una odisea que nos resulta más familiar: vagando durante meses, de país en país (desde Guinea pasó por Mali, Argelia y Marruecos), trabajando cuidando rebaños sin nada a cambio, huyendo de la policía y de las mafias que desvalijan a los migrantes, consiguió contactar con grupos que organizan los viajes en mar hacia Europa. Una vez en España, viajó a Francia con un grupo de compatriotas, pero al pedir asilo le dijeron que le correspondía a España acogerle.

Ahora comparte un piso de Cruz Roja en Gandia con otros refugiados ucranianos, y asiste a clases de castellano mientras intenta normalizar su vida. «Haría cualquier tipo de trabajo», asegura. Se le escapa una lágrima cuando explica: «si no hubiera problemas en mi país yo no habría venido aquí». Ousmane no se separa ni un segundo de su tarjeta roja que le identifica como solicitante de protección internacional. Es su salvoconducto.