Punto y seguido

Migraciones

OPINIÓN / Enrique Orihuel

El 27 de mayo de 1920 desembarcó en Nueva York un joven de 18 años que había viajado desde El Havre a bordo del barco France. Era natural de Benissa y se llamaba Juan Bautista Orihuel. Así figura en los registros de inmigración de la Isla Ellis, donde consta como nombre alternativo Mr. Juan Orihuel.

Durante las primeras décadas del siglo XX la filoxera se extendió por los viñedos de la Marina Alta. Desde Gata de Gorgos, Pedreguer y Benissa se dispersó por toda la comarca provocando una crisis que empujó a muchos a emigrar. Fueron más de diez mil personas las que partieron rumbo a Nueva York huyendo de la pobreza. Muchos otros emigraron a países como Argelia o a las comarcas vecinas. Casi con seguridad Mr. Juan debió ser familia de mi abuelo Benito Orihuel Pineda, benisero y también migrante interno que se afincó en Gandia.

Es difícil encontrar a alguien que no tenga raíces migrantes hundidas en su árbol genealógico. Antepasados que abandonaron su tierra natal y se establecieron en el extranjero o en otro lugar de su propio país. Marcharon buscando una vida digna y un porvenir mejor. En ocasiones forzados por la guerra, la violencia o la represión política.

Theodor Kallifatides relata en Madres e hijos sus vivencias personales y familiares. Reflexiona sobre lo que significa ser migrante o refugiado, extranjero o forastero en el lugar donde vives. Una situación recurrente en la historia, cada vez más habitual en las sociedades europeas. Kallifatides, un griego afincado en Suecia, describe la migración mediante una metáfora: «Me he dejado la vida luchando por entrar al recinto amurallado de una sociedad distinta». Establece la dialéctica entre «dentro» y «fuera» de la muralla: «Los nacidos dentro de la muralla no lo entienden. ¿Pero acaso podrían entenderlo? Para ellos la muralla es protección, para los otros es la principal traba».

La muralla invisible de la migración fracciona nuestro país con 7,5 millones de personas nacidas en el extranjero. Una de cada seis personas queda fuera de nuestro recinto amurallado. En la Comunidad Valenciana la proporción es mayor, y aún más en Gandia, donde una de cada cuatro personas nació en otros países. Son cerca de 20.000 migrantes extranjeros, principalmente búlgaros, marroquíes y colombianos «luchando por entrar al recinto amurallado».

Decía Kallifatides que en Grecia como en Suecia, la manera de enfrentar a los inmigrantes es la misma: «Oficialmente son un problema. Extraoficialmente una solución» y cita el poema de Kavafis en el que Alejandría espera a los bárbaros que no llegan: «¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros? Esta gente, al fin y al cabo, era una solución».

Hay quien percibe la inmigración como un problema. Incluso les desprecian creyéndoles una amenaza. Sin embargo, los inmigrantes forman parte de la solución. Culparles de abusar de las oportunidades de nuestro estado de bienestar es una percepción incierta. Los estudios sobre el tema indican que los inmigrantes residentes en España aportan a nuestro estado de bienestar mucho más de lo que reciben. Favorecen el mantenimiento del sistema de pensiones, atemperan el invierno demográfico de la baja natalidad y contribuyen al desarrollo del país. Por ejemplo, la carencia de profesionales sanitarios de nuestro sistema sanitario, difícilmente se solucionará sin facilitar que profesionales de otros países accedan al mercado laboral español.

La inclusión de las personas migrantes en nuestra sociedad, en nuestros pueblos y ciudades, es una necesidad inaplazable beneficiosa para todos, los de dentro y los de fuera de la muralla. No tiene sentido reforzar las murallas y, por lo menos, se deberían entornar las puertas y ventanas.

Inclusión no necesariamente debe identificarse con renuncia. No se puede pretender que el inmigrante desista de su cultura y sus raíces. Los sefardíes que en el siglo XV emigraron forzosamente desde España, conservaron durante siglos sus raíces y el idioma judeo-español en los numerosos países en los que se asentaron tras la expulsión. La cohesión social entre los inmigrantes y la población nativa se construye mediante conceptos como la solidaridad, tolerancia, participación y confianza mutua.

No sé nada sobre la historia de Juan Bautista Orihuel. Puedo imaginar las dificultades que encontró hasta llegar al puerto de El Havre y suponer que, una vez en Nueva York, visitaría la fonda «La Valenciana», en el Lower East Side, regentada por un benisero y un orbero. Hoy en día, paradójicamente, el 40% del censo de Benissa está formado por extranjeros, principalmente ingleses, alemanes y colombianos.

Sería conveniente cambiar nuestra mirada colectiva sobre el inmigrante, el extranjero, el otro. «Panchito», «sudaca» o «moraco» son apelativos despectivos que no contribuyen a la cohesión social y responden a una mirada despreciativa. Más deseable sería que nuestra mirada sobre los inmigrantes fuera -utilizando la expresión de Baudelaire, la de «mon semblable, mon frère» (mi semejante, mi hermano).