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Una quita a los grafiteros

Una quita a los grafiteros

Hace unos 2,5 millones de años ya andábamos por estos mundos. Los diferentes grupos humanos se adaptaron a sus condiciones medioambientales y algunos sobrevivieron mucho más tiempo que otros. Los historiadores han concluido que el homo erectus, por ejemplo, sobrevivió por Asia a lo largo de casi dos millones de años, cosa que nosotros, sapiens procedentes de África, no vamos a lograr ni en nuestros mejores sueños, al menos no en este planeta tal y como lo venimos maltratando. Y no es que África fuera wonderland ni la tierra prometida, pero comparada con la fría Europa, o con la remota Asia, y con el hecho contrastado de que la evolución de la humanidad en África oriental no se detuvo, cosa que sí ocurrió con otros homos, podemos deducir que allí la vida era «menos» dura.

Imaginamos a aquellas gentes metidas en sus cuevas, huyendo de condiciones adversas, fieras u otros clanes, y en algún momento dejar su impronta en las paredes, dibujos de animales, la silueta de las palmas de sus manos, sus utensilios; pintaban aquello que les preocupaba, les rodeaba, les afectaba. Sin poder afirmar con vehemencia si aquellos dibujos responden a un ritual religioso, si se trata de una manifestación artística, o simplemente dejan patente que un determinado grupo humano estuvo ahí, aunque siempre resulta evidente la necesidad íntima de expresarse. Y les estamos enormemente agradecidos por ese inestimable regalo.

Forzando un tanto -bastante- las comparaciones, podríamos decir que aquellas pinturas rupestres evolucionaron en lo que actualmente denominamos arte urbano o grafiti, lienzos de muros ruinosos que se cubren de color a la vez que de reivindicaciones sociales y políticas; casi como si fuera un retorno a la prehistoria. El artista, o grupo de ellos, trabaja bajo unos parámetros absolutamente artísticos: se cuidan enormemente las tonalidades, las perspectivas, se presta atención a cada detalle: no importa solo el mensaje sino también el modo en que es plasmado, dibujado y pintado. En estas mismas páginas dábamos cuenta hace unos años de la obra mural de Hyuro, una artista cuyas obras siguen en su mayoría intactas. Otros grafiteros, el servicio de limpieza o energúmenos han respetado sus reflexiones acerca de las relaciones familiares, la marginación o la situación de la mujer, todas de plena actualidad. El artista callejero tiene la maravillosa ventaja de que es libre, no le ata la necesidad de vender o de hacer aquello que se espera de él.

La colectiva València en papel en Plastic Murs agrupa a una generación de artistas cuyo medio de expresión suele ser generalmente la calle, sus fachadas, persianas cerradas y solares. Iconos como «el vigilante», pequeñas Julietas, las extensas urbes futuristas, bichos, robots, humanos de cabezas rapaces? acompañan y dan vida a nuestros monótonos trayectos cuando de la noche a la mañana aparecen donde menos nos los esperamos. Ahora, esos mismos dibujos han sido trasladados al papel y encerrados en un marco, lo que entre otras cosas no solo nos permite conocer a otros artistas que no «trabajan» en los barrios en los que solemos movernos sino que, además de poder adquirir la pieza -algunas muy recomendables-, podremos disfrutarlas sin salir de casa.

Otra ventaja añadida a la hora de exponer en una galería es que en la calle nos fijamos en el mural, en la habilidad de su técnica, el colorido y los personajes y apenas prestamos atención al autor. Les conminamos a detenerse en el modo en que los artistas firman: Plastic Murs nos da la oportunidad de admirar esos tags, auténticas pequeñas obras de arte en sí mismas. Nos resulta curioso, sin embargo, que de las catorce firmas expuestas, no hay un solo artista que plantee ningún tipo de reivindicación o denuncia social o cultural, nada que les afecte o preocupe, como aquellos lejanos ancestros nuestros. Lo cual es motivo de reflexión.

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