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Calo Carratalá o el fulgor del boceto

Cuando nos encontramos ante los paisajes de Calo Carratalá nos asalta un cúmulo de emociones diversas que no provienen „o, al menos, no sólo„ de la heterogeneidad geográfica o de la impronta artística que transitan por sus lápices, tintas, pinceles. Tanto los dibujos sobre papel y tela de la sección «Selvas Negras» o los óleos de «Selvas Verdes» que nos sumergen en la selva amazónica peruana, como sus óleos de gran formato de las nevadas orografías inspiradas en los Pirineos y en los Alpes («Montañas») y los sosegados parajes boscosos noruegos («Noruega»), constituyen muestras selectas que cifran la mejor producción de Carratalá en los últimos diez años. A las que se suman los acrílicos sobre plancha de hierro de sus corográficos pescadores de Tanzania.

En todas ellas subyace con una admirable armonía la contemporaneidad de su mirada y de su ejecución, pero a la vez sentimos casi de manera insospechada los ecos de un gran aliento visual, pleno de rasgos y emociones que presentimos haberlos vivido en nuestros múltiples encuentros con el paisaje, pictórico sobre todo. Fue esa seductora aleación de contemporaneidad y de asombrosa tradición hecha presente la primera impresión que tuve cuando hace años visité su estudio y me vi frente a su pintura, frente a estas «Selvas Verdes» que ahora reaparecen en esta exposición, resultado de los innumerables bocetos dibujados y pintados durante su estancia en solitario de un mes en esa geografía extrema que es la Amazonia peruana.

Los azarosos adentros de la selva, su bosque y maleza, las aguas y sus reflejos, la incertidumbre del lugar, la desorientación, ceden en estas obras a un medio idílico, ausente de paisanaje y pleno a la vez de una apacibilidad tropical insospechada, poblados de figurantes anecdóticos que discurren en canoas o barcas surcando las aguas en calma del río, con cautivadoras aposturas. Sentimos en esta protagonista presencia de abocetadas barcas con personas en actitudes cotidianas una fortuita emoción al hacernos sentir en esa geografía extrema, las suaves armonías y bondades de la campiña italiana o de las orillas de sus ríos tan frecuentadas por el paisajismo de los siglos XVII y XVIII.

Otras impresiones, otras sorpresas, vinieron después como las que mostraban sus también experimentales series «Montañas» y «Noruega», tan pródigas en gigantescos riscos helados inspirados en los Pirineos y los Alpes, en cumbres de rocosas oquedades y aristados pliegues curvos, de exaltadas concavidades. No podemos evitar el recuerdo de recorridos paisajísticos históricos diversos, como los del suizo Caspar Wolf, precursor del paisaje romántico, por la cordillera alpina, o los mares glaciares de Caspar David Friedrich. Pero tampoco cabe desdeñar la actualidad de sus insólitos puntos de vista, al «modo aviador», con que premonitoriamente Manuel Chaves Nogales experimentó en 1928 al sobrevolar los Pirineos desde un Junker, descubriendo entre las nubes «el gran cuchillo de piedra de una montaña demasiado próxima». O tampoco podemos sustraernos a sentirnos atrapados por esa persuasión del paisaje fílmico al contemplar los lienzos de varios metros de longitud de Carratalá con su naturaleza helada de cortantes cumbres. Como escribe Antonio Muñoz Molina, con su meditado sentido común, «no miramos a nuestro alrededor igual que miraban quienes no conocieron las imágenes veloces del cine», pues bien, al encontrarnos ante estas obras se entrecruzan en nuestra memoria Los odiosos ocho de Quentin Tarantino, rodada en Ultra Panavisión 70 mm, con sus grandiosas visiones de la ventisca de nieve con una amplitud montañosa nunca vista, solo pespunteada por la serpenteante y minúscula diligencia.

Pero entre las diversas capas narrativas que nos sugiere la obra de Calo Carratalá, sobresale su pasión por el boceto. Se tiene la impresión que la plasmación en lienzos, papeles o planchas de hierro, una vez activo en su estudio valenciano, participa de una efervescencia similar a la que le embarga en la soledad de la selva o de las nieves. Y es esta facultad de crear sus paisajes a partir del registro abocetado en tanto obra acabada -ese alcaloide pictórico tan específico de Carratalá- la que irrumpe con un protagonismo insólito en la sección «Tanzania». Por estos acrílicos discurre la visión corográfica de pescadores tanzanos extendiendo redes, desplazándose en canoa, regresando con las cañas o palos de pesca al cuello o en los hombros. La vehemencia del apunte rápido nos hace gozar la pureza de este paisaje humano sugerido, inmerso en imprecisas geometrías corpóreas, en gestualidades logradas con pinceladas rotas y oscuras.

Reconforta el milagro de las privativas liturgias de las formas artísticas que nos ofrece Calo Carratalá con ese camino de vuelta a un paisaje que no es otro que el de su mirada y sus pinceles, ajeno a las trasteadas impregnaciones turísticas de estos lejanos lugares. Ante estos acrílicos recordamos el aforismo del cineasta Robert Bresson, «el silencio fue inventado por el cine sonoro», y nos hace caer en la cuenta de esos admirables enigmas que envuelven sus paisajes, «ese secreto difícil de conseguir» que dijera Antonio López ante una de sus obras.

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