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Extravagancias estivales

A la vuelta de las vacaciones estivales es frecuente que uno mire hacia atrás con nostalgia solazándose en plan masoca con el recuerdo de lo que acaba de perder. Cierto, la llegada a la normalidad suele ser brutal: el calor, espantoso; el careto del personal, huraño y desagradable; la cuenta corriente, por los suelos; todo lo que había que arreglar, más desarreglado que nunca, y en este plan. Lo anterior no resulta noticiable. Tampoco lo es la declaración de quienes afirman lo contrario, que el veraneo fue horrible, que los niños estaban insoportables, que el apartamento de la playa era enano y los muebles cutrísimos, que las medusas y el resto de la fauna estival se mostraron agresivas como nunca, que los precios no había por donde cogerlos, etcétera, etcétera. Antes, el columnismo postvacacional era un género que vivía de trivialidades: se esperaba que la primera entrega a la vuelta del verano fuese una loa del bien perdido o un elogio de la rutina recuperada. Ahora no, ahora te piden que la columna sea algo noticiable, es decir, que en vez de comentar algo sabido, cuentes algo nuevo. Me parece que esto es confundir las cosas, tomar el rábano del profesional por las hojas del dilettante, pero en fin, lo intentaré. Porque este año no vuelvo de las vacaciones ni triste ni contento, vuelvo perplejo y, si me apuran, estupefacto.

Resulta que las vacaciones ya no son para descansar, sino para hacer deporte. Bueno, yo prefiero el dolce far niente, pero también comprendo que la época competitiva que vivimos no permite esperar otra cosa. Actividad, mucha actividad. Solo que «deporte» no es lo que se figuran. Nada que ver con darle patadas a un balón, con nadar en el mar o, más modestamente, con jugar al dominó. A lo que parece estas actividades deportivas se consideran anticuadas y lo que es peor, factibles, fruslerías que se puede permitir cualquiera y que, naturalmente, no lo distinguen de los demás. La modernidad consiste en otra cosa. Les voy a dar un ejemplo de deporte que me ha sobresaltado este verano y que, francamente, no entiendo. Se trata del más común -tanto, que empieza a ser peligrosamente vulgar-, el llamado running (o sea, correr, lo que antes se llamaba footing en nuestro inglés macarrónico). Bueno, no está mal. Pero hay que advertir que ahora no basta con correr, hay que hacerlo compitiendo en un trail o entrenándose para ello. ¿Y qué es eso del trail? Una revista dedicada a los amantes de esta especialidad la define como «la nueva manera de entender la naturaleza, deportiva, dinámica, atlética, respetuosa». Es posible. Los diccionarios en línea, que son más neutrales, afirman que un trail running es una carrera de montaña, O sea que, en vez de correr por un terreno llano, se suben y se bajan todo tipo de cuestas. Vale -piensa uno- como el Tour o la Vuelta ciclista, pero sin bici. Sin embargo, no es tan simple. Este verano la geografía española ha estado sembrada de trails. Por citar solo los que han pasado cerca de mi lugar de vacaciones, el más modesto duraba unas tres horas y salvaba un desnivel de 460 metros; el peor se alargaba más de cien kilómetros, duraba un par de días y salvaba casi siete mil metros de desnivel; en medio, la llamada maratón, que era como la carrera del soldado heleno que corrió 42,195 kilómetros hasta Atenas para dar la noticia de la victoria y a continuación expiró. Que yo sepa, no murió nadie en ninguna de las tres pruebas, pero los corredores quedaron para el arrastre: es evidente que estos héroes modernos tienen ya las articulaciones machacadas para toda la vida y el corazón hecho puré, así que curiosa manera de entender el deporte que los griegos, ilusos, cifraron en aquello de mens sana in corpore sano. Habrá que ir pensando en carreras ciclistas. Lo malo es que ahora la prueba consiste en que un helicóptero te sube a un pico y tú bajas tranquilamente con tu bici de montaña. Que es como salir de guatemala para entrar en guatapeor.

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