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De tu balcón los nidos a colgar

En el centenario del nacimiento del arquitecto Francisco Javier Sáenz de Oínza

De tu balcón los nidos a colgar

Nacido en Cáseda (Navarra) el 12 de octubre de 1918 y fallecido en Madrid el 18 de julio de 2000, Francisco Javier Sáenz de Oíza, arquitecto, permanece en la memoria tanto de quienes tuvimos el privilegio de ser alumnos suyos en la Escuela de Arquitectura como en sus obras que están a la vista de todo el mundo y han pasado a ser historia de este país. Dos de ellas en particular, con su presencia contundente y su contrastada hechura, marcan su asalto a la capital y le retratan en su poliédrica personalidad: Torres Blancas, en la Avenida de Barajas, y la sede del Banco de Bilbao en La Castellana.

He escrito «asalto» porque el maestro, como todo arquitecto que se precie de serlo, inició su carrera en los años 40, recién acabada la Guerra Civil que la dilató: en las afueras, en equipo y al servicio de los suburbios. Lo que, lejos de ser un demérito, robusteció su cultura, que llegaría a ser desbordante y sin fronteras. Como profesional de un oficio si no el más viejo de los más viejos del mundo y como profesor de Proyectos en la misma institución que le había habilitado y de la que fue catedrático y director. Pero, sobre todo, inagotable sembrador de ideas. Porque «todo está implicado en todo», nos solía decir.

Como al poeta, nada humano le era ajeno. Y así departía incansable con sus alumnos, que lo éramos a carta cabal y literalmente «alumbrados», cuando no deslumbrados, por su torrente verbal. Tal vez lo mejor de la muestra conmemorativa que el Colegio de Arquitectos de Madrid tiene abierta hasta el 7 de diciembre en su sede de la calle de Hortaleza, sea la ocasión de oír su voz, especie de oráculo permanente, tan convincente como convencida. En la pasión que por ella se percibe resuena el «drama de las piedras inertes» que invocaba Mr. Le Corbusier, profeta del que quiso ser imitador, aun en sus poses y gestos.

En la arquitectura de Oíza, sin embargo, la dinastía del maestro suizo-francés tropieza, se funde y alterna con la previa del precursor americano Frank Lloyd Wright y la de su rival alemán Ludwig Mies van der Rohe. En Torres Blancas reverbera el sello de los dos primeros: pues es «utopía de una ciudad jardín vertical» y asunción del «drama de las instalaciones». En Bancobao, por el contrario, la lección del «menos es más», convenientemente matizada por las concesiones de la posmodernidad, se hace patente a todas luces. Lo cual es de sentido común, si tenemos en cuenta que el primero es un edificio de viviendas y el segundo lo es de oficinas.

Éste rinde tributo al trabajo: aquél a la vida. Quizá por eso, quienes somos devotos del arquitecto y su obra no podamos disimular nuestra preferencia por Torres Blancas (1962-68), que ni son varias (la torre es única), ni son blancas (el hormigón visto da en un gris, que con el tiempo se oscurece). Con 81 metros de altura, no mucha para hoy pero no poca para su época, en su ático, previsto para centro comercial, piscina y peluquería, alojó durante catorce años un restaurante de postín, con el nombre de «Ruperto de Nola», un cocinero palaciego que escribió en 1477 y publicó en 1529 un Libro de guisados, Manjares y Potajes intitulado Libro de Cocina.

Proyecto

Con esa rareza culinaria se daba curso en parte al sueño del arquitecto y a su devoción por el autor del modelo de Unité d´Habitation, que, sobre un bloque de hormigón armado que aglomera todo un barrio de viviendas, monta en la azotea una serie de servicios comunes de uso práctico o lúdico. El Ruperto de Nola fue, en su efímera gloria, la respuesta a esa vocación. Pero la proeza (y la servidumbre) de Torres Blancas fue y es sin duda la singularidad de su estructura, en la que se pone a prueba, y se corrobora, la firme resistencia y estabilidad de las estructuras laminares plegadas, cuyo pliegue vertical las rigidiza y hace indeformables. Este hallazgo estructural convierte al soporte como obstáculo, pilar con el que se tropieza, en pared que rodea y puede alojar, indistintamente, instalaciones y habitaciones. La estructura envuelve lo uno y lo otro: el agua y el aire, sus flujos y servicios, pero también los recintos y habitáculos en los que sus habitantes y transeúntes «anidan».

Tal vez la objeción que pueda hacerse a esta fábrica cuya coherencia es a todas luces contundente es precisamente su misma perfección, su lógica aplastante, su firmeza (firmitas) insobornable. «No la toquéis ya más, que así es la rosa», dijo Juan Ramón. Torres Blancas es, en ese sentido, intocable: para bien y para mal. Lo que me acoge me defiende y me encierra. Lo cual no debe inquietar al habitante puro, pero causará desasosiego al habitante-arquitecto. Mi recuerdo de una visita al genio, que habitó un apartamento del inmueble que le fue dado en concepto de honorarios profesionales, me lo certifica. Keops, el faraón, me entendería.

Brillante

Fascinante es anidar en esa maravillosa macro-estructura arborescente que es Torres Blancas. Siempre y cuando, como a las golondrinas, el vuelo nos permita ir y volver. El balcón en todo caso (los balcones) está ahí.

«Brillante, individualista, malhumorado», dice de papá Oíza uno de sus siete hijos, arquitecto. Lo primero a la vista está. Lo segundo es una opción que al genio se le concede. De lo tercero discrepo: en sus clases, desde luego, su humor, adobado a ratos de mal genio, como debe ser, le reventaba, como a don Quijote, por las cinchas de su caballo (invisible).

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