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¿Y si fuese un ritmo?

No creo demasiado en mis elucubraciones, en su capacidad de acierto, en su importancia, pero el caso es que me gusta elucubrar. Creo a pies juntillas, eso sí, en la capacidad de acierto de mis elucubraciones para mantenerme entretenido, en la importancia privada que poseen a la hora de ocupar parte de mi actividad mental, que suele ser incesante, aunque se emplee la mayor parte de las veces en nimiedades

Sin elaborar hipótesis poco probables sobre cualquier cosa, no estaría en mi ser del todo. Yo soy yo y mis teorías. Dispongo de una, para cada asunto de mi interés, e incluso para cada uno de los asuntos que no me interesan, y, si no me convencen por completo, puedo elaborar una diferente que me satisfaga, hasta que deje de hacerlo y me obligue a buscar una alternativa. Ese es uno de los privilegios de los pensadores domésticos: somos dueños y señores de nuestro sistema filosófico cambiante. Profeso desde hace mucho el Caprichismo trascendental, que algunos han llamado Existencialismo aleatorio.

La Literatura -de la cual la Filosofía no representa más que una variedad, una modalidad importante, con sus preceptos propios, con sus protocolos y ambiciones-, la esencia de la Literatura, constituye una materia sobre la que suelo meditar, aunque el verbo meditar tal vez sea demasiado solemne para la actividad de mi pensamiento, y el sustantivo esencia parezca vestir de gala, algo que nunca suelen hacer mis ideas desarrapadas. Pero de alguna forma hay que decir las cosas.

Cuando un escritor nos apasiona, cuando entendemos que ha acertado a decir de una manera inmejorable lo que nosotros intuíamos sólo de forma brumosa, cuando sentimos ese alegre desasosiego de la emoción estética que compromete nuestra inteligencia, ¿qué causa, en la escritura, ese complejo asentimiento? Me parece que sólo existe una respuesta: todo. El todo de la escritura.

Pero lo cierto es que la escritura, la literatura (y todas sus variedades ) son una manifestación verbal, palabras enlazadas las unas con las otras, para crecer de forma arborescente a través de frases, y de párrafos, y de páginas, hasta cerrar el discurso que todo texto elabora. El pensamiento no existe al margen de su formulación textual. Hasta no haberse convertido en sintaxis, en palabras correctamente ordenadas, no es más que niebla de la mente. Las ideas que no se escriben se las lleva el viento. El pensamiento oral no existe.

Ahora bien, el todo de la escritura, mientras el lector lo ejecuta, carece de partes. No podemos separar el ritmo, el fraseo, de la argumentación, ni de las descripciones, ni de los aciertos en la selección del vocabulario, ni de la eufonía con que dicho todo está dispuesto. La ejecución de la literatura se percibe en un acorde único, como la música.

De ahí mi pregunta: ¿Y si la literatura no fuese más que un ritmo de las palabras, una determinada manera de danzar con ellas, de hacerlas resonar en la conciencia, una especial armonía en la que se resuelve su complejidad?

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