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Cómic

Una de piratas

Un soplo de aire fresco en el tebeo francobelga, repleto de humor negro, elementos sobrenaturales y maestría narrativa

Una de piratas

Si Chris Ware ha sido el mascarón de proa de la renovación formal que el lenguaje del cómic ha vivido desde los EE.UU. en la última década, desde Europa se debe resaltar las contribuciones e innovaciones de tres autores: el dúo francés formado por Jérôme Ruppert y Florent Mulot y el belga Olivier Schrauwen. Los primeros han protagonizado una demolición descontrolada del lenguaje de la historieta desde planteamientos radicales: provenientes de la expresividad gestual de la danza y otras artes plásticas, Ruppert y Mulot han realizado obras donde incorporaban elementos y prácticas ajenas a la historieta que dejaban completamente descolocado a un lector que descubría a cada paso nuevas posibilidades narrativas. Del uso de la composición en movimiento del fenaquitoscopio de Safari Monseigneur a la intervención radical del lector rasgando las páginas de Le cadeau pasando por la ausencia de rostros que dejan en el cuerpo toda la expresión, las obras de estos dos autores han optado por caminos sin complacencia donde la contribución cómplice de un lector inquieto y curioso era fundamental, pero que no han renunciado a la exploración de la aventura más clásica (y televisiva) en compañía de Bastién Vivés en La Gran Odalisca. Schrauwen, por su parte, ha preferido seguir un camino de apariencia formal más canónica, siempre echando la mirada atrás a los clásicos de prensa americana o a formalismos gráficos más cercanos y sencillos, pero escondiendo tras esa imagen de simpleza auténticos desafíos narrativos y propuestas que hacen avanzar los límites del lenguaje del noveno arte. Desde la perturbadora revisión del estilo gráfico de McCay en Mi pequeño a la osada biografía de Arsène Schrauwen, capaz de fusionar a Conrad, Herzog y lo fantástico sin solución de continuidad en una propuesta tan sorprendente como fascinante.

Tres autores que se deciden a trabajar juntos en Guy, retrato de un bebedor (Fulgencio Pimentel), consiguiendo una obra absolutamente peculiar y diferente. Concebida como una aventura enrolada en el clásico género de piratas, el trío autoral dota desde el principio a su trabajo de aromas de género reconocibles, casi canónicos, que van desde el Barbarroja de Charlier y Hubinon a los clásicos literarios, con Stevenson a la cabeza. Pero esa apariencia es tan solo un velo de verosimilitud que engancha al lector y lo invita a entrar: traspasado el umbral, pronto nos encontraremos con un protagonista miserable y borracho, más próximo a un émulo del Santo Bebedor de Joseph Roth que al picaruelo Jack Sparrow cinematográfico, que servirá de guía para un viaje por realidades paralelas, donde el mundo de los vivos y los muertos encuentran puntos de intersección, rendijas por las que colarse para dar lugar a un delirium tremens que toma forma real y palpable. En ese viaje a los infiernos del protagonista, las seis manos trabajan al alimón: es imposible saber dónde empieza uno y acaban los otros, hay trazos que recuerdan a los franceses, otros son claramente identificables del belga, pero el conjunto consigue un lenguaje propio donde las características individuales se fusionan en una trinidad única. Y, mientras, el lector avanza en una historia donde la sorpresa es continua, apoyada en un cromatismo de colores pálidos que se atenúan o intensifican para generar ritmos propios que dotan al relato de lecturas añadidas inesperadas. Y el resultado de este «retrato del bebedor» es tan extraño como sugerente: se antoja como una historia de piratas de toda la vida, pero cada paso es diferente e imprevisto, creando una experiencia nueva y diferente en el que solo la mísera condición de su protagonista es la única verdad final. Una obra extraordinaria, editada con un mimo envidiable por Fulgencio Pimentel.

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