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Planto por un tenedor

Si tuviésemos que colocar en los platillos de la balanza -porque sufrimos un repentino ataque de impartir justicia a granel- la poesía universal de todos los tiempos, seguro que pesaría más la de carácter elegíaco, antes que la de naturaleza hímnica. Han existido muy pocos poetas, a lo largo de la historia, que sólo celebrasen el mundo, que sólo cantaran la alegría de estar vivo, que sólo aplaudiesen ante los hechos de la realidad. Lo más frecuente es que al cantor, después de haber elevado su oda a la belleza, se le aparezca la ensoñación futura de dicha belleza encanecida por las horas, desolada por los días, ensombrecida por los años, arruinada, en fin, por el tiempo.

Nada resiste mucho, y menos aún el humor celebratorio, que, más que un estado, con su duración, creo que representa un ímpetu, una vehemencia irreflexiva. El que canta, canta por cantar. No se puede ser un ruiseñor filósofo: el pájaro que lee a Aristóteles se queda mudo, tratando de interpretar con el pico las líneas de su Ética, y eso le impide trinar como es debido, según las reglas de la polifonía que gobiernan a las aves canoras.

Si nos paramos a pensar, lo más probable es que se nos amargue el temperamento y que no encontremos demasiadas razones para dar volteretas por las calles: lo efímero de todo, lo que hemos hecho con nuestros semejantes, lo que estamos haciendo, las diferentes esclavitudes repartidas por el planeta. Si nos paramos a pensar con detenimiento, asusta pensar en por qué la pura casualidad nos ha concedido un destino magnífico en comparación con el destino de todos aquellos que habitan en el infierno.

El caso es que -como se ve- me he levantado meditabundo, y la meditabundez propende a la pesadumbre, y la pesadumbre conduce al llanto literario de manera inexorable.

Siempre me ha parecido mal que los poetas elegíacos dedicasen sus lamentos a los grandes asuntos, que dirigiesen sollozos hacia el rey don Juan, y los infantes de Aragón, y hacia las damas principales, y hacia los toreros célebres que resultaban cogidos por la ingle, a las cinco de la tarde, a las cinco en punto de la tarde. Digamos que he creído desde niño en la necesidad de democratizar nuestras lágrimas.

Los poetas estamos obligados a mirar el mundo con una lupa de aumento. Quiero decir que deberíamos prestar atención a todo lo minúsculo, a todo lo insignificante, porque no hay nada insignificante ni minúsculo.

A menudo rescato de la basura, cuando tiro los restos de las comidas y las cenas, algún cubierto que se camufla entre las pieles de naranja y los huesos de pollo, por mencionar algunos famosos restos de basura doméstica. Pero estoy seguro de que he perdido de forma irremediable muchos cubiertos: los que no han hecho ruido, los que no han brillado con sus destellos de metal entre los desperdicios. Que cualquier cosa desaparezca infunde un cierto grado de terror, pero que desaparezca sin que nadie lo sepa, sin que nadie lo perciba, resulta horroroso.

Para el tenedor que simboliza todas las desapariciones ignotas en mi cubo de basura, dejo aquí esta lágrima.

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