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La política de la dignidad

Francis Fukuyama se suma con «Identidad» a los que alertan de la fragilidad de la democracia

La política de la dignidad

El mundo está convulso y cunde el desconcierto. Como diría Ortega, nos pasa que no sabemos lo que nos pasa. El planeta, y todo lo que habita en él, está viviendo una transformación completa, que por el momento se resiste a una explicación convincente. Las tecnologías y la globalización han trastocado nuestras vidas por entero, y la última gran crisis, de la que a duras penas vamos saliendo, maltrechos, ha agudizado la sensación de peligro. Hace tiempo que suena la alarma en las democracias. Proliferan síntomas de una inquietante pérdida de rumbo. Segmentos de la población y de la clase política están adquiriendo un protagonismo inesperado solo con dejarse llevar calculadamente por la sinrazón y dar la nota. Resulta evidente que la sociedad no acierta a reaccionar de un modo que le devuelva la calma.

Los científicos e intelectuales se afanan en comprender este fenómeno que amenaza con engullirnos como una avalancha. Francis Fukuyama ha conseguido renombre mundial gracias a tal empeño, al que se ha dedicado con especial ahínco durante décadas. Dotado de una curiosidad sin límites, ha escrito numerosos libros sobre las cuestiones más candentes en las ciencias sociales como la democracia, la economía de mercado, el capital social o el transhumanismo, además de redactar innumerables informes sobre la política exterior rusa o la situación en Medio y Lejano Oriente. Desde que en 1989 formulara en un artículo, luego convertido en libro, la hipótesis del fin de la Historia, ha despertado gran expectación y ha suscitado debates de distinto alcance con cada una de sus obras. Raro es que una publicación suya no sea pertinazmente cuestionada. Sus planteamientos son amplios, abiertos y originales.

Discutido, pero no ignorado, Fukuyama declara en la primera línea de su último libro que no lo habría escrito si Trump no hubiera sido elegido presidente, por las implicaciones que este hecho tiene para su país y para el mundo. La fuerza de la corriente populista le ha hecho pensar. Las grandes transformaciones históricas siempre han producido incertidumbre y cierta tensión, con violencia o sin ella. Los individuos se sienten amenazados por los cambios y su respuesta suele ser exaltada. Algunos pierden su estatus y deben proseguir en condiciones más precarias. La globalización, afirma Fukuyama, ha trastornado la sociedad e infunde temor a la gente. Muchos son los damnificados. El daño o el perjuicio incuban un resentimiento que los populistas explotan hábilmente dirigiéndolo contra las élites, los enemigos señalados o los chivos expiatorios.

No es el paro, la pérdida de bienestar o el desplome social, sin más, dice Fukuyama, el móvil de la respuesta airada que tanto le llama la atención, sino el golpe a la autoestima, la humillación o la invisibilidad. El populismo ofrece consideración, reconocimiento y dignidad. Utiliza la identidad, sea nacional, religiosa, sexual o cualquier otra, para vigorizar a su decaída audiencia. Los individuos que pululan confusos por la crisis histórica que vivimos encuentran numerosas identidades disponibles para recobrar el orgullo, el respeto y un lugar en la sociedad. El nacionalismo excluyente y el fundamentalismo islámico son las más solicitadas, pero la sociedad en su conjunto se ha ido poblando de diversas comunidades que dotan a sus miembros de una identidad reconocible, al mismo tiempo que los separa de otros grupos.

Fukuyama no se muestra incómodo porque los individuos exalten sus emociones, al fin y al cabo piensa que el deseo de reconocimiento es el motor principal del ser humano, admite incluso la posibilidad de un nacionalismo constructivo y cívico, como sostiene que fue en algún lugar y período de la historia, pero concluye que la segmentación social en múltiples comunidades identitarias rebaja la libertad de expresión mediante hábiles estrategias, como la corrección política, e impide la práctica de la deliberación democrática y el consenso. Hasta la izquierda, lamenta Fukuyama, se ha entregado al cultivo de las identidades, feminista, nacionalista o ruralista, una vez parece agotada la agenda histórica de la socialdemocracia, centrada en la igualdad universal.

En este libro Fukuyama no exhibe una actitud tan optimista como en el que le dio fama. En El fin de la Historia y el último hombre proclamó la victoria definitiva de la democracia liberal frente al comunismo y al fascismo. No habría lugar para más batallas ideológicas. La humanidad culminaba así su periplo hacia la democracia e iniciaba una etapa que, al carecer de las emociones que genera el conflicto, se preveía aburrida y triste. Ahora Fukuyama encara el futuro con mucha precaución y escepticismo. No se atreve a asegurar que la democracia vaya a completar su expansión por el planeta y presiente que algunas democracias, cada vez más, están en verdadero riesgo de caída. Para las sociedades heterogéneas y plurales postula una identidad de credo y de destino, basada en unos valores compartidos. Pero esta solución requiere una cultura democrática firme y densa, que por lo visto es más escasa de lo que presumíamos.

Y en este punto, cuando el lector ya es plenamente consciente del problema al que nos enfrentamos, empiezan a caer las preguntas en cascada: ¿la gente espera encontrar la dignidad, el reconocimiento y el respeto en brazos de Trump?, ¿por qué las sociedades avanzadas se empeñan en no tomar en serio la política?, ¿volverá la clase media confortable y aplicada a tomar el mando? Fukuyama quiere mantener la democracia en pie y por eso avisa que el populismo, con su beligerancia, puede hacerla añicos. Su alerta pone en evidencia el carácter contingente y la fragilidad de la democracia.

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