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Los herejes pop

Los herejes pop

francia es uno de los pocos países del mundo que actúa como si todavía existieran los intelectuales, y como si las tres cuartas partes de ellos fueran franceses. Hace siglos que decidió creer en la importancia del pensamiento, se inventó la Ilustración (con alguna ayudita foránea, todo sea dicho), acuñó el concepto de la Gloire, y desde entonces vive entusiasmada de haberse conocido. No importa que los intelectuales ya no sean lo que fueron, en ningún rincón el mundo, ni tampoco que casi ningún intelectual francés despierte admiración lejos de su barrio, porque casi nada es lo que fue.

El ensimismamiento cultural suele ser el mejor remedio para solucionar la ausencia de cultura verdadera. Hoy nos consolamos en todo el planeta con los destellos ocasionales de tal o cual vedette globalizada.

Francia, sin embargo, a la que le traen sin cuidado el llamado fin de la Historia, y la extinción de los grandes gurús, sigue fabricando para su consumo doméstico (y para la exportación a los países del tercer mundo cultural, que son, desde el punto de vista francés, todos los países que no han tenido la suerte de ser Francia) un tipo de creador con denominación de origen: el intelectual empeñado en ser molesto.

Para este tipo de escritores, hay un placer intrínseco en el hecho de desagradar, un gusto íntimo por disgustar a sus vecinos de escalera, y, por extensión, al resto de los vecinos del resto de las escaleras colindantes. Se trata de una forma de extremo narcisismo oscuro, bastante corriente, cuyos cultivadores aspiran a ser amados en virtud de todo aquello que los convierte en desagradables. Sus exabruptos, sus muecas, sus gruñidos, sus desplantes, sus chiquilladas, sus golpes de pecho, sus mutis por el foro, sus aullidos a la luna están destinados a generar una variedad de la indignación que conduzca al amor.

Creo que en el espectador refinado hay siempre una cierta voluntad masoquista, y no hay nada que guste más a un refinado espectador francés que el acto de ser humillado por un enfant terrible con denominación de origen Beaujolais, pongamos por caso. El disfraz de chico malo siempre es uno de los más repetidos en las fiestas de disfraces francesas.

No es que sus estómagos tengan más capacidad de asimilación alimentaria: se trata de que necesitan comer alimentos agrios para sentirse satisfechos. Los domingos, un Sartre crudo, con champaigne, que desprecie de vez en cuando un Nobel. A media tarde, su pizca de Céline al vapor, con su antisemitismo y su colaboracionismo. Para el aperitivo, un trago de Genet y sus ínfulas fedayines y forajidas. Durante las vacaciones de verano, sus virutas de Houellebecq con salsa tártara, y ese condimento irresistible para los paladares franceses, que consiste en no sentirse demasiado francés.

En España no ha prosperado mucho este género de intelectuales: nuestro suelo no da la cosa organoléptica requerida. Aquí no hacemos cuidamos nada, y mucho menos a los herejes pop. El último que quiso ir de renegado fue Juan Goytisolo, pero se le veía demasiado el plumero de parisino ful. Y así terminó el aprendiz de insumiso: posando para los fotógrafos, con sus Majestades los Reyes de España, en la recepción del Premio Cervantes.

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