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Antonio

Antonio

No imaginé nunca que esta columna fuese a acoger una necrológica. Las columnas periodísticas deben tratar un tema general y los obituarios solo están pensados para que los lean las personas que conocían al finado, salvo cuando se trata de eso que la gente gusta llamar «personalidades», es decir, ministros, capitanes de la empresa, ídolos del deporte o de la canción, etc. La verdad es que no me imagino escribiendo este tipo de textos, ni siquiera cuando la muerte nos toca de cerca. Pero el caso de Antonio Cabrera, el poeta de Medina Sidonia afincado en la Vall d'Uixó que murió el pasado día 17 de junio, es especial. Adelanto que lo conocí solo recientemente: compartimos algunas comidas y unas pocas veladas en compañía de amigos comunes. Tampoco era exactamente de mi círculo profesional: aunque profesor de filosofía, Antonio era ante todo un poeta y un naturalista solitario, actividades que me resultan bastante ajenas.

A pesar de todo, ese día tuve la sensación de que se había hundido una parte importante de nuestra vida cultural valenciana. Permítanme que me explique. Hay cosas que uno no suele encontrarse por ahí, sin duda porque no abundan, pero de las que se da cuenta inmediatamente cuando las advierte en otro: la comunión con la naturaleza, la dignidad de la persona, la lucidez intelectual. Son todas ellas cualidades que no cotizan en la cultura moderna donde lo que se espera es que la gente se fascine con las megalópolis, se emborrache de competitividad, se engañe con el ruido incesante de las redes y sus noticias imposibles. Antonio no era así, te lo podías tropezar en cualquier sendero de Espadán recogiendo muestras o emboscado en un arbusto para avistar pájaros raros. Tampoco le oí alabarse a sí mismo y eso que atesoraba una trayectoria jalonada de éxitos y de premios que lo habría justificado: nunca practicó ese narcisismo tan común en los escritores, tenía una especie de pudor que solo aparece en los grandes escritores de verdad. En cuanto a sus convicciones ideológicas, las comprobé firmes y generosas, su opción (que no su partido) era la de la gente sencilla, nunca la de los poderosos.

En definitiva, que Antonio Cabrera era un hombre antiguo, tan antiguo que su mundo casi no existía ya y, de alguna manera, muere con él. El hecho de que haya fallecido dos años después de un absurdo accidente que lo ancló en la cama con una cruel inmovilidad constituye una tragedia. Pero más trágico es todavía que la cultura valenciana haya perdido un referente como él. Antonio era de la semilla de César Simón, un poeta muy nuestro con el que nunca te sentías incómodo y que, sin embargo, te desasosegaba a poco que abrieses cualquiera de sus libros. No sabría decirles por qué. Seguramente debido a la desnudez misma de sus captaciones, a que no tenías que adivinar nada debajo de la hojarasca retórica, a que lo que decían estaba ahí, ante tus ojos, y casualmente era verdad, coincidía con lo que tú venías sintiendo hace mucho, aunque fueras -y sigas siendo- incapaz de expresarlo. Este tipo de escritores es muy raro, pero sobre todo, permanece generalmente secreto. En València casi constituye una provocación intelectual porque se supone que lo nuestro es el ruido y el policromatismo, la exageración y el desbordamiento emocional. Pues miren, sí, esto es lo que dice el tópico, pero no se lo crean. También hay toda una veta profunda de autenticidad que ojalá continúe vigente ahora que Antonio nos ha dejado. Porque el problema de la cultura valenciana influye a menudo en la política. Si se supone que somos folklóricos y poco serios, por la misma razón habrá que suponer que nos pueden tener infrafinanciados tranquilamente durante décadas sin que la gente se rebele y se eche a la calle. No damos impresión de seriedad y, por eso mismo, no nos toman en serio. Antonio Cabrera no era así, era fundamentalmente un hombre serio: con su pérdida, quedamos huérfanos del escritor, pero también, de un símbolo colectivo.

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