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El mendigo ilustrado

Hasta hace unos cuantos días, tenía pensado que los mendigos más o menos mágicos sólo aparecían en las películas de Hollywood, como una representación de que todo es posible en la vida, sobre todo si la vida sucede en los Estados Unidos, la tierra de promisión por excelencia, en especial si uno profesa a los Estados Unidos una fe inquebrantable como tierra de promisión.

Me refiero a uno de esos mendigos que pide limosna en el metro de Nueva York, con un violín en las manos, tocando de vez en cuando alguna pieza clásica con virtuosismo, hasta que alguien descubre, por ejemplo, que es el primer violín de la Orquesta Sinfónica de Moscú, huido de un hospital ruso después de padecer un episodio de amnesia selectiva, y aparecido por arte de birlibirloque en las calles de Manhattan. O a ese otro sin techo que duerme entre cartones bajo un puente del Bronx, pero que en realidad es un poeta surrealista sueco -valga la redundancia-, que terminará invitado por la Universidad de Harvard, para impartir las Charles Eliot Norton Lectures.

A todos nos encantan las historias extravagantes de individuos fuera de lugar, porque nos sugieren el carácter insólito de la realidad, la naturaleza estrambótica del mundo. No se trata de que todo sea posible, sino de que es posible todo: todo llega a convertirse, en un determinado momento, en un hecho particular, aunque no siempre podamos percibirlo. Ya sea en forma de acto o bajo especie de pensamiento, todo acaba por cobrar forma. Las apariciones estrambóticas de estrambóticos personajes nos hacen sospechar, o temer, o anhelar, que nosotros también formamos parte de la estrambótica compañía teatral del universo.

El caso es que desde hace una semanas cuento con mi particular mendigo mágico.

En la calle del Ensanche en la que vivo, veía hasta hoy por lo común a una antigua pareja de jóvenes mendigos rumanos (un hombre y una mujer), a la puerta de Mercadona, que se turnan en su guardia. Lo normal es que sea ella la que se sienta sobre una pila de cajas de plátanos vacías, mientras agita un vaso con monedas al paso de la gente, y murmura unas palabras en español, con esa fonética dulzona que tiene su lengua. Se han convertido en un elemento más del paisaje desde hace años, como los árboles, los coches aparcados, las motocicletas y los comercios.

En la encrucijada de Almirante Cadarso y Conde de Altea, un grupo de rusos ha monopolizado el oficio de gorrillas, para señalar a los coches los aparcamientos libres. Siempre llevan una botella o un brik de vino en la mano, y es normal escucharlos discutir a voz en grito.

Pero desde hace un tiempo, por las tardes, se instala en la ventana de la Farmacia Benavent, también en Almirante Cadalso, para aprovechar la luz artificial, un mendigo lector. Siempre lleva entre las manos algún grueso volumen. Ni es bronco ni empalagoso. Está como ausente: como está cualquier lector durante el acto de leer. En otra parte: en parte alguna. Ayer mismo andaba enfrascado -lo pude ver con claridad- en el magnífico libro de Lawrence de Arabia, Los siete pilares de la sabiduría.

Le dejo monedas siempre, pero no me atrevo a preguntarle nada, para que todas las posibilidades de la realidad sigan intactas en mi imaginación.

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