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Los no muertos

Sabemos, por las películas de vampiros, de zombis y de criaturas resurrectas a granel, que existe una categoría de seres inquietantes conocidos como «los no muertos». Son tipos de ficción -es decir, pertenecientes a la realidad bajo especie literaria- que no están ni del todo vivos, ni tampoco del todo muertos. Semipalmados, semicampantes. Un sí, pero no, existencial.

El caso es que a mí siempre me han dado mucho canguelo estos individuos de indefinición física y metafísica, con los que uno no sabe jamás a qué atenerse. Si estás vivo, estás vivo; y perteneces, más o menos, al universo palpable, y se te puede ver paseando por las calles de tu ciudad, y dejas un rastro mercantil -el gran rastro- con tu nómina de empleado por cuenta propia o ajena, con tus tarjetas de crédito, con tu Documento Nacional de Identidad y toda la burocracia que acredita el hecho de que estás vivo y de que eres quien dices ser.

Y si estás muerto, estás muerto; lo que significa que has perdido toda consistencia carnal, toda apariencia corpórea, y te has transformado, en el mejor de los casos, en una verbalización silente en la memoria de los demás, o en una verbalización sonora en la conversación de quienes aún se acuerdan de ti, si que se acuerda de ti alguien.

En esto no suele haber medias tintas: o estás en el bollo, o estás en el hoyo, como reza el refrán. Por eso resulta tan inconveniente la naturaleza antinatural de los no muertos, empeñados en romper la normativa de las cosas.

Por lo que respecta al mundo del arte -entendido de una manera muy generosa- creo que existe un limbo en vida, al que van a parar los artistas antes de ir a parar al limbo del olvido al que los artistas van a parar. Quiero decir que hay un momento en que los artistas -los cantantes, los actores, los directores de cine, los poetas, los bailarines de claqué- desaparecen de la realidad, en la realidad, y el mundo los empuja hacia rincones fantasmales.

Descubrí hace muchos años que la ciudad de Miami es uno de esos reservorios para los no muertos, y que allí languidecen, entre esta orilla y la otra, por ejemplo, todos esos cantantes a los que uno ya había puesto flores imaginarias en el altar de su memoria. Allí siguen cantando, para un público espectral y nostálgico, Pablo Abraira y Juan Pardo, José Vélez y José Luis Perales. Allí, en Miami: los no muertos.

No me extrañaría que viviera en Miami, también, Tina Turner, y que de vez en cuando se subiese a un escenario, con una minifalda de lentejuelas y una peluca rubia, para cantar Proud Mary, y bailar de aquella manera desaforada suya, que estaba entre la danza de la lluvia comanche y el rock and roll.

Sospecho que los poetas, antes de ingresar en el censo de los poetas muertos, también nos vamos a residir durante una larga temporada a Miami, el no cementerio.

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