Sufres una sacudida en lo más hondo de ti cuando entras en el Nou Manolín y te encuentras esa mítica barra vacía. Dramática consecuencia de esta pandemia. De ella, y de unas leyes que a veces cuestan de entender. En ese trozo de madera discutió Ferrán Adriá con Juan Mari Arzak sobre los grandes valores de la cocina española. Frente a sus jamones se sentaba Robuchon con tanta frecuencia que por momentos parecía formar parte del mobiliario. Por aquí han desfilado cocineros, periodistas y personajes públicos en un viaje que tenía tintes de peregrinaje. Los clientes llegaban al Nou Manolín después de recorrer una decena de metros o unos miles de kilómetros, pero en todos se presentaban rendidos a esa barra a la que profesaban devoción. Venían en busca de la gamba, de los salazones y del jamón Joselito, pero a poco que se descuidaran se habían metido una comida de cuchara y tenedor en toda regla. Miro con tristeza esa barra puesta hoy en cuarentena, como todas las del país, y pienso que es un error. Creo que lo importante no es si te sientas en un taburete o en una mesa, sino en todo caso, la distancia que haya entre comensales. Y eso, diga la ley lo que diga, se puede regular igualmente en una barra como en una mesa.

Pataleta aparte, lo cierto es que en este caso la ley sólo nos ha privado del romanticismo de la barra. Pasado este espacio de convivencia, Nou Manolín esconde una sucesión de comedores de corte neoclásico donde se puede comer lo de fuera y lo de dentro. Puedes comerte una gamba hervida de inmejorable calidad, unas cigalas o un arroz en toda regla. Pero eso ya nos lo sabemos. De modo que apetece más atreverse con los platos más ambiciosos de César Marquiegui. César es un hombre sensato. Sabe que esta casa tiene una personalidad muy marcada y asume que no puede, tal vez tampoco quiera, «plantear aquí apuestas con mucho riesgo».

Sólo platos donde dejar al producto en su evolución natural. Por ejemplo, juntar unos cardos y unas alcachofas con una panceta de Joselito o bañar con una salsa de monastrell unos sepionets apenas pasados por plancha. En esos terrenos los platos brillan. Cuando el plato se sofistica, a veces, echas de menos la sencillez. Ocurre con el erizo con salsa bearnesa, sirache y vinagre de cava. Los erizos empiezan a ser tan escasos que da cierta rabia encontrarlo entumecido y maltrecho bajo esa salsa tan potente. También pasa con un souflé de turrón demasiado cuajado para ser souflé y poco cocido para ser un bizcocho. Pero en la mayoría de los platos piensas que César tiene más méritos de los que su modestia le permite reconocer. Su salmorejo marino (con jurel y codium) está muy bien equilibrado, igual que la ostra escabechada con manzana y vodka o ese dentón que se baña en una salsa de avellana y en el que se reconoce un pescado de inmejorable calidad.

Nou Manolín luce 50 años de historia y parece estar preparándose para durar 50 años más. César ha formado y nombrado un jefe de cocina para cada uno de los tres restaurantes del grupo con la intención de convertirse en una especie de chef ejecutivo. La familia Castelló, por su parte, está formado a los sucesores. Carlos Castelló (tercera generación) ha estudiado en las mejores escuelas del país y anda abriendo las botellas que el abuelo tenía olvidadas en la bodega. Hay que tener ojo para reconocer las emociones que encierra una botella de Viña Real del 82 o un amontillado de Sánchez Romate embotellado en el 81.