«Només si ho vius al Camp Nou, podràs dir-ho», rezaba uno de los anuncios publicitarios del FC Barcelona. El Valencia eligió una de las citas del año y un magno escenario como el Camp Nou, para sellar su regreso y poner fin a una temporada maldita. Un triunfo labrado con sufrimiento y fortuna, los dos parámetros con los que late el fútbol, el más azaroso de los deportes, y que se une a la nómina de victorias cruciales en Can Barça. Como aquel 3-4 de la campaña 1997-98, con el que se empezó a forjar la edad de oro de Mestalla. Un punto de partida desde el que volver a insistir.

El furioso arranque de un Barcelona repleto de heridas hizo pensar en el guión pesimista previsto y casi asumido por todo el valencianismo. Solo había que ver que el graderío reservado a la afición visitante, el clásico «gallinero» del tercer anillo del estadio, estaba desértico, apenas con unos treinta hinchas. Con el recuerdo en carne viva del 7-0 en la Copa, el coliseo azulgrana parecía que iba a representar de nuevo «El templo del dolor», el nombre con el que los seguidores de la selección sudafricana de rugby conocen al estadio neozelandés de Carisbrook, donde se les negó la victoria en 80 años de maldición.

Pero el Valencia, aun trastabillándose, logró no perder el equilibrio. Hasta el gesto de David Caneda, segundo de Pako Ayestarán, encaramado en la cabina de prensa para comunicar al técnico vasco por walkie-talkie cómo se desplegaba el equipo, no parecía tenso. Todo el Valencia tenía asumido que para sacar algo positivo de Barcelona habría que sufrir mucho. Desde ese estoicismo el Valencia empezó a creer, a ganar balones divididos, duelos individuales, con un Mustafi impecable en la noche de su 24 cumpleaños. El Valencia perdía la timidez y se asomaba a la portería de Bravo, con la primera llegada de Rodrigo. Ayestarán, amigo de citar frases célebres de presidentes norteamericanos y pasajes de películas, también era consciente, como afirmaba Clint Eastwood en «Million Dollar Baby», que «ser valiente no es suficiente». Además, iba a ser necesaria una dosis de suerte, imprescindible en escenarios así.

Con esos dos hachazos el Valencia apagaba la presión ambiental del Camp Nou. Da igual que el Barça roce la excelencia o se sumerja en una crisis inexplicable, porque el estadio presenta un ambiente igual de festivo, que trasciende incluso al plano futbolístico. El «once» barcelonista fue jaleado con un griterío más propio de los Rolling Stones que de un equipo de fútbol. En cada lanzamiento de falta de Messi, la grada se ilumina con los teléfonos móviles, que dibujan un mosaico parecido al de un concierto de rock. Vicios del fútbol moderno, con más «flashes» que cáscaras de pipas. Una prueba de madurez para este Valencia curtido a base de disgustos. Pertrechado con seis defensas, y con Ayestarán casi saltando al campo para dar instrucciones, los blanquinegros resistieron hasta el final. Neymar, frustado, lanzó una botella de agua a Barragán en el túnel de vestuarios.