No nos contaron una cláusula en la maldición de Ronald Koeman, aquella que consistía en que, desde 2008, no se ganaría un título en cinco años (que resultan ser ya 10). La misma penitencia arrastra el equipo blanquinegro para intentar ganar en el Santiago Bernabéu. Desde aquella internada desgarbada de Javier Arizmendi, que logró engañar a Casillas intuyendo un centro que acabó en gol sin ángulo en el minuto 92, el Valencia no logra salir vencedor de Chamartín.

Desde entonces, en varias ocasiones ha estado cerca de arañar el triunfo. Se recuerdan varios empates a dos, con aguijonazos aguafiestas de Cristiano Ronaldo cuando los tres puntos parecían en el zurrón. Pero anoche, en cambio, al Valencia se contagió del famoso miedo escénico del Santiago Bernabéu hasta el punto de regalar toda la primera parte.

Benzema, acusado de tener sangre de horchata, de ser un gato en vez de un tigre según Mourinho, voleó en el primer acercamiento y robaba dos balones a Paulista y Parejo. La seguridad defensiva de la que el Valencia hacía gala desde hace un mes se agrietaba, en forma de despejes defectuosos que desembocaban en segundas ocasiones y que acabaron forzando muy pronto, a los 7 minutos, el error de Wass en su autogol. Gabriel Paulista, hasta la fecha una roca, temblaba de frío y de Coquelin se añoraba su oficio y agonismo.

Gayà recordaba a sus compañeros la obligación de ser rebeldes, con una internada con ruleta incluida y una triangulación similar a la que generó el gol de Carlos Soler, en el mismo escenario y en la misma portería, el año pasado. Pero aquel Valencia tenía vigor veraniego, expectativa de inicio de época. El equipo al que anoche no dejaron de animarle más de 400 aficionados, venidos de Torrent, Requena, Navajas o Villar del Arzobispo, se movía con languidez. La convicción era nula a pesar de que las llamativas estadísticas del Real Madrid, con 19 goles en contra y cinco postes recibidos, animasen a navegar en mar abierto, a presionar para recuperar en campo rival, como han aplicado este año el Levante UD o el Eibar, con sencillez y valentía. Por mucho que en el más mínimo control dubitativo de Bale en el Bernabéu apareciese la antipatía crónica hacia el galés, el primer disparo del Valencia llegó en el minuto 35, obra de Kevin Gameiro.

Bastaba con intentarlo para comprobar que si un equipo con la presión competitiva del Madrid ha perdido 5 partidos de 13 es porque está repleto de inseguridades. Y fue así como el Valencia compareció, finalmente, en la segunda parte. Con una apertura a Soler y centro a Gameiro, y un envío largo de Parejo a la espalda de los centrales, recogido y chutado con fuerza pero sin acierto por Santi Mina. El Bernabéu silbaba en el minuto 60 una larga posesión y expresaba sus nervios. El Valencia había despertado y sus jugadores enseñaban colmillo para protestar la llamativa ausencia de tarjetas en el bando rival.

Probablemente el Valencia no mereció ayer salir derrotado, con el castigo excesivo del gol de Lucas Vázquez, pero llegados a la jornada 14 y sin competición europea, convendría abrir una reflexión ¿Qué le sucede a este equipo para que en grandes citas, contra una Juventus con 10 jugadores en Mestalla, contra un Manchester United y un Real Madrid angustiados ante su público, no aproveche el momento de viento a favor para salir airoso, para convencerse de que puede llegar más lejos y acordarse de que sigue siendo grande? En la probable ternura de la segunda plantilla más joven de la Liga puede estar la respuesta.