La última vez que el Valencia marcó al menos cinco goles en una primera parte a domicilio, en 1930, Mickey Mouse había debutado días atrás en las tiras cómicas, compartiendo espacio con el Crack del 29; al dictador Primo de Rivera le quedaba apenas una semana en el cargo y en la Exposición Internacional del Aire de Missouri se organizaban los preparativos para que una vaca, de nombre Elm Farm Ollie, fuese la primera en ser ordeñada en el aire. El historiador Carlos Rosique afinaba el dato en Twitter: sucedió el 19 de enero de 1930 y Pepito Vilanova marcó 4 de los 6 goles del Fe-Cé en los primeros 45 minutos frente al Murcia, en la Condomina, en segunda división. Con solo 19 años avisaba de su voraz apetito goleador, con 146 dianas en total.

Las goleadas escandalosas son un fenómeno raro, tan inusual del que se suelen recuerdan todos los detalles, tanto futbolísticos, ambientales o climatológicos que tuvieron lugar. En esos accidentales marcadores a veces se involucran actores inesperados. En los cinco goles en 34 minutos al Athletic Club en la 96/97 participaron Ariel Ortega (2), Leandro Machado (2) y Gabi Moya, de paso tan fugaz que no han tenido apenas mención en los fastos del Centenario. Como Ricardo Oliveira y sus tres goles en el 1-6 frente al Málaga en la campaña 2003/04, que confirmaba las intenciones blanquinegras para volver a conquistar la Liga.

Con el Huesca entregado, asumiendo con entereza su descenso a Segunda, la importancia del partido se medía en el aporte vitamínico del marcador de cara a creer en la remontada europea del jueves frente al Arsenal. Desde el Alcoraz se divisaba ayer Bakú con mayor nitidez que desde Londres el pasado jueves.

El estadio 254. A la rareza estadística de la goleada se le añadía otro dato. El Valencia añadía el Alcoraz a su elenco de estadios visitados. Ya es el número 254, desde que el 21 de mayo de 1919 se presentase en el campo del Sequiol, en Castelló, para medirse al Gimnástico. Perdieron los valencianistas con un solitario gol de Silvino, un interior grandote, orgullo del espíritu amateurista de los decanos, y que en 1928, a las puertas de la modernidad, conmocionó a la ciudad pasando a vestir los colores merengots.