Ha caído en mis manos Jane Eyre, la novela de Charlotte Brontë cuya última versión cinematográfica pude ver recientemente. Lo curioso es que el libro, traducción de José Fernández Z., edición de 2003, se refiere en su texto a Juana Eyre y a la autora la llama Carlota. Esta manía de traducir al castellano los nombres propios resulta un tanto ridícula. A mi me enseñaron que hubo un autor teatral que atendía por Guillermo Shakespeare y un filósofo y poeta, por Raimundo Lulio. (El mismo Raimon Llull por el que el asesor de un alto cargo del Gobierno español, según han dicho, se interesó para saber lo que cobraba de la universidad catalana que lleva su nombre). Caso más cercano: existe en Valencia la calle de Juan Martorell que, según parece está dedicada a Joanot Martorell, el autor de Tirant lo Blanch, Tirante el Blanco para los amigos.

Os preguntaréis qué motivos tengo para escribir de estos temas en unas fechas tan señaladas, en las que la amenaza de la factura eléctrica y la nueva ley del aborto nos felicitan el nuevo año; en unas fechas en las que se celebra el sorteo del año y también el nacimiento de Jesucristo. Os juro que no sé nada de eléctricas ni de abortos y os confieso que hace muchos años que no compro ni una participación de lotería. En cuanto a la Navidad, como fenómeno sociológico, cada vez me interesa menos, pues he abandonado el consumismo, las comidas opíparas y sus complementos. Para terminarlo de arreglar, el médico no me deja ir a la Misa del Gallo, porque luego se besan los piececitos del Niño Jesús y puedes coger un virus, con lo que, dada la situacion de mi salud, mejor me quedo en casa disfrutando del generador de oxígeno.

Tal como están las cosas, procuro practicar ese deporte tan habitual aquí y ahora: mirar a otra parte. Es decir, mirar a donde la inmensa mayoría no suele hacerlo. Por ejemplo, al portal de Belén. Observo la presencia de una humilde familia que, como siempre, por culpa de los mandamases „había orden de censarse„ se vieron, con la señora a punto de parir, en la calle, obligados a ser okupas de un establo que, al menos, tenía calefacción central.

Después de leer lo de la calefacción, habéis hecho una pausa para reír la ocurrencia. Pero no es una ocurrencia, sino una descripción, algo que se ha venido haciendo hasta hace poco en el medio rústico: la gente dormía con los animales, y bien calentitos. Luego vendrían el edredón nórdico y la manta eléctrica. Por eso, mi abuelo Federico Rivelles, médico rural, escribió Villaporcina, una novela corta en la que proponía la separación de racionales e irracionales, en aras de una necesaria higiene. Mientras tanto, vienen a verme los pastores: hijos, nietos, familiares y amigos. ¿Qué más se puede pedir, si así me siento bien? Lo digo porque sé que más de uno ha pensado: ¡Pobrecito, no puede salir de casa; no come, no bebe, no gasta! Ni falta que hace, creedme.