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"El Ministerio de Cultura, o apoya la diversidad lingüística del Estado español, o será un residuo fascista"

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Sueca, 14-II-63

Sr. D. Salvador Pons

Madrid

Mi querido amigo:

Hace un par de días te envié un recordatorio a propósito del artículo sobre fallas que me pediste. Hoy me permito molestarte por otra razón. Se trata, más o menos, de lo siguiente. He publicado, como creo sabrás, un grueso volumen titulado El País Valenciano, dentro de la serie Guías de España de Ediciones Destino. Es un libro más literario que informativo, con muchas y muy buenas ilustraciones, y destinado a un tipo de lector comprensivo e inteligente. Por desgracia, este hipotético tipo de lector no se da en ciertos «encumbrados» medios valencianos. La obra ha sido acogida de manera excelente por la crítica española, y se está vendiendo muy bien en todas partes, y en particular en nuestra región, como es lógico. Pero, en cambio, ha «disgustado» a unos cuantos señores de la capital: de Valencia, claro. Supongo que eso no te sorprenderá: ya sabes que mi escritura es a veces un poco mordiente, y que hay paisanos nuestros terriblemente quisquillosos en su amor propio local. Con todo, en esta ocasión, las cosas han sido desorbitadas hasta un extremo increíble. Levante me dedicó más de media página de recensión hostil, artículo —anónimo— que a la mañana siguiente reprodujo Las Provincias a todo honor, para insistir sobre el tema en días sucesivos. El escándalo ha sido gordo. Pero ninguno de los dos periódicos ha accedido a publicar ni una sola de las cartas —muchas— que han recibido digamos a mi favor. No ha habido polémica, sino únicamente ofensiva unilateral. Esto, en sí, no me molestó lo más mínimo (excepto el verme sin posibilidad de replicar): al fin y al cabo, profesional de la pluma, reconozco el derecho de los demás a juzgar mis libros, aunque lo hagan con mala fe. Por otra parte, aquella avalancha de publicidad, a pesar de su tono negativo, no dejaba de ser publicidad: en siete días me han hecho más famoso que un torero. Llevo catorce años publicando libros y artículos, y esos catorce años no me habían proporcionado tanta propaganda como esa semana.

Ya puedes imaginar que, en el fondo de todo ello, existen también motivaciones de otra índole, ajenas al libro: personalismos y anécdotas triviales o turbias. No te cansaré explicándote el pormenor de tales minucias, bastante complejas por cierto. Lo importante es que, en consecuencia, y aprovechando la oportunidad, hay quien pretende «vengarse» de mí a través del libro. Ignoro por dónde van los tiros, ni qué alcance tiene ese manejo. Como siempre es de esperar lo peor, no me extrañaría nada que alguien saliese alegando que El País Valenciano es una obra «antivalenciana» y «antiturística». Así se ha dicho ya en la prensa. Sólo por si tocan esta tecla me tomo la libertad de escribirte hoy. Me gustaría que hubieses leído el libro para poder opinar con conocimiento de causa. Las aludidas acusaciones ya serían incompatibles con el carácter comercial de la edición: eso es obvio. Por lo demás, sería ridículo que yo tuviera que exculparme de una tacha de «antivalencianismo» (!). Pero, por otro lado, el libro no tiene nada de «antiturístico». Aunque mi estilo y mi manera de ver las cosas en general nunca tienden hacia lo ditirámbico, El País Valenciano está escrito con cariño y he puesto en sus páginas descriptivas —«turísticas»—‑todo mi mejor «savoir faire» literario. Quisiera que, si por el Ministerio se habla de este aspecto del asunto —hay otros, al parecer—, tú salieses en mi defensa: en defensa del libro. Vivo apartado de los círculos donde se cocina la maniobra, y por tanto desconozco qué traman ni qué quieren. Unos rumores llegados hasta Sueca me hacen saber que el affaire «País Valenciano» ha llegado a vuestros despachos y vuestras antesalas. Me gustaría que no fuese así. Por si lo es, te agradeceré en el alma que me eches una mano. Confío en que lo harás. Estoy un tanto alarmado, te lo confieso.

Un fuerte abrazo de tu amigo

4 septiembre 77

Sr. D. Pío Cabanillas,

Ministro de Cultura,

Madrid.

Distinguido amigo:

Le adjunto unas cuartillas de respuesta a su consulta del pasado 29 de julio. No es mi costumbre meterme en estos líos, siempre ambiguos, y confusos, pero Salvador Pons me incitó a hacerlo. Conozco los papeles que Pons ha puesto a su consideración, y los suscribo en sus líneas generales. Los míos se centran en problemas locales muy concretos. Leyendo entre renglones precipitadamente escritos, Vd. ya podrá advertir que mi proposición es tímida. La timidez, de momento, es inevitable.

Suyo

CONSULTA DEL MINISTRO DE CULTURA (29 JULIO 1977)

1) De entrada, confieso mi falta de imaginación acerca de lo que pueda o deba ser un «Ministerio de Cultura». Sí que diré lo que no debería ser y espero que no sea: una prolongación del «Ministerio de Información», de tan ingrata memoria. El fantasma de la «censura» me obsesiona: he crecido intelectualmente mediatizado por el lápiz rojo —como lector, primero; como escritor, después—, y sé lo que eso significa. Una segunda objeción visceral sería la del «centralismo», tal y como lo entendió y lo practicó la última dictadura, y no creo que haga falta recordar en qué consistía, como doble pecado de acción y de omisión. Un nuevo «Ministerio de Cultura» —y continúo con el vocabulario del catecismo— tendría que hacer examen de conciencia, y hasta penitencia, por lo que inevitablemente heredará.

2) Cabe la sospecha de que el Ministerio de Cultura se sirva, por razones lógicas, de los funcionarios que pertenecieron al extinguido Ministerio de Información. Si ese temor se certifica, quizá no valdría la pena de seguir adelante en la presente respuesta. La burocracia a que aludo, cuyas características de sectarismo y de autoritarismo no son un secreto para nadie, fue nefasta: sobre todo, en «provincias». Y no creo que, de la noche a la mañana, se convierta en «liberal»; ni tan siquiera que desee simular serlo. Una «fumigación administrativa» constituye la premisa indispensable para que el Ministerio de Cultura pueda alcanzar unos mínimos de eficacia a nivel precisamente «cultural».

3) En el mejor de los casos, supongo, el Ministerio de Cultura renovará sus cuadros. La índole de las facultades del Departamento y las circunstancias históricas en que han de desarrollarse aconsejan, desde luego, la intervención de personal singularmente sensibles a la complejidad de la problemática previsible. De todos modos, tampoco eso sería suficiente. Convendría que, para contrapesar —por lo menos, contrapesar— las tendencias automáticas de la gente de escalafón, el Ministerio recabe opiniones y sugerencias de quienes son realmente los creadores de cultura, a todos los niveles y en todas las esferas. Sé que esta «necesidad» sería difícil de articular orgánicamente, y nunca será bastante satisfactoria desde el punto de vista de los intelectuales. Pero, si hay buena fe en el propósito, algo habrá que intentar. De lo contrario, el Ministerio de Cultura se verá autocondicionado por unas inercias de «covachuela» —de sus plantillas—, fatales, y se convertirá en un calco de la «Dirección General de Cultura Popular», con los «Festivales de España» y todo eso.

4) Hay interferido en ello la cuestión de las «culturas periféricas». A mí me toca de cerca. La solución seria podría ser, o tendría que ser, naturalmente, que el «ámbito» de la cultura fuese asumido por las futuras instituciones autonómicas. No veo nada claro que tales instituciones sean de vigencia inmediata, ni que el Estado sea muy condescendiente en este terreno. Obligación del Ministerio de Cultura sería, por tanto, el suplir interinamente ese vacío. Se trataría de remediar la apatía cultural a que nos hemos visto condenados, los «periféricos», bajo el Franquismo. Que, exactamente, tampoco fue apatía. Tanto los frenos oficiales a cualquier iniciativa espontánea como la mediocridad de las ayudas económicas o de las simples facilidades para los trabajos «culturales», hicieron que las energías evidentes de las zonas «periféricas» se hayan visto trabadas. O lo que aún es peor: quedaron suplantadas por la «pseudocultura» provinciana, la cual, obviamente, no dio de sí más de lo que podía dar: nada. Fomentar la «libertad», de un lado, sería un primer paso; reforzarla con medios materiales razonablemente distribuidos, el segundo. El «paternalismo» inevitable del Ministerio tendría que basarse en un discernimiento agudo de las «exigencias locales». Eso no se conseguirá sin la colaboración de las verdaderas «fuerzas culturales» que malviven en el país.

5) En los territorios del Estado español donde se habla y escribe una lengua distinta del castellano, el problema del idioma autóctono ha de incidir decisivamente en cualquier planteamiento cultural, incluyendo el del nuevo Ministerio. La política del de Información —y la de sus precedentes— fue, en general, la de marginar al máximo, a escala de «cultura», el habla cotidiana del pueblo, con el designio claro de reducirla a patois y a descalificarla ante sus propios parlantes. Contra lo que «ellos» se propusieron, se produjo en todas partes una reacción de «renaixença» —y valga la palabra tópica catalana— que no se esperaban. Pero el Estado, y especialmente quienes lo asuman con ánimo liberal, están en deuda con las lenguas discriminadas y con quienes las tenemos como nuestras. El daño que a unas y a otros hicieron —a las lenguas como «tradiciones humanísticas», y a los que las hablamos como simples «derechos del Hombre y del Ciudadano»— ha de ser reparado. No todo corresponderá al Ministerio de Cultura. Tanto o más obligación tendrá el Departamento que se ocupa de la enseñanza en sus diversos grados. Pero el Ministerio de Cultura, o apoya básicamente la diversidad lingüística del Estado español, o será un residuo fascista.

6) Como la consulta del Ministerio de Cultura hace hincapié en los asuntos de la Radiotelevisión Española, me permitiré unas breves observaciones. Que son:

a) La negativa militante (políticamente militante: fascista) a incluir al País Valenciano en el área televisiva de Cataluña-Baleares, cuando se trata de programas en el idioma común.

b) No proporcionar a la emisora de TVE «Aitana» unos medios adecuados, y un horario, para que, en el idioma propio y aprovechando los estímulos culturales propios —artes, letras, canción, reportajes de toda especie—, pueda dar salida a las posibilidades creativas del País Valenciano. La reivindicación de una «televisión valenciana», que un día u otro ha de producirse, la dejo en boca de los políticos.

c) En la radio estatal, los valencianos catalanohablantes apenas escuchamos nuestra lengua. Existe un programa de apenas una hora, titulado «De dalt a baix», y, según los rumores que corren, será próximamente suprimido. Cuando RTV ha creado la emisora «Ràdio 4», en Barcelona, y en una concesión modesta, los valencianos podríamos esperar un poco de amabilidad en este punto.

d) Un reajuste de «Aitana» y de Radio Peninsular o Radio Nacional de España podría salvar el dudoso prestigio, aún por ver, del Ministerio de Cultura. La cultura «local», ignorada por el «centralismo» de estas maquinarias «nacionales», radio y televisión, se ve condenada a una inanidad absoluta. Y no sólo la «cultura».

7) Los de «provincias» siempre quedamos a la expectativa de cualquier «ocurrencia» de los mandamases de Madrid. A eso nos atenemos con una resignación colonial antiquísima.

Joan FUSTER

Sueca, 4 setiembre 1977.

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