De su reinado Lucía Gil Raga sólo guarda «un sinfín de recuerdos maravillosos» y «muy recientes». Como si no hubieran pasado ocho años. «Fue un paréntesis de mi vida precioso, hubiera sido fallera mayor de Valencia de por vida, porque te lo ponen todo en bandeja», confiesa. Aunque reconoce que el salto de pasar del anonimato a un personaje público cuesta un poco, para ella fue un «año redondo». «Aquello marcó mi vida para siempre, porque además no es una cosa que te ocurre y después olvidas. A mí me sirvió para madurar muchísimo porque tienes que combinar la admiración y el estar expuesta a las críticas. Eso te va formando como persona», explica. Fue una época, aquella, en la que la palabra crisis aún no se había instalado ni en el país, ni en la ciudad. «Valencia estaba pletórica y la sensación que tenía era la de ser una princesa fallera, me sentía idolatrada, además del gran esfuerzo que hicieron en casa para que todo saliera bien», incide mientras echa la vista atrás. En ese punto, aprovecha para poner en alza la labor de los indumentaristas, «gente muy profesional que mantiene la tradición y la cultura». «La Fallera Mayor es como un muestrario, crea marca, dicta moda. Has de ir impoluta y te has de sentir segura con tu vestimenta», razona. Como el día de la Crida, donde lució un espolín gris Agatha que aparcó todas sus reticencias iniciales hasta dejarla «maravillada» cuando se lo puso, y que después sirvió para multiplicar las ventas de la sedería «Vives i Marí». De ahí que cuando los indumentaristas Álvaro Moliner o Amparo Fabra la requieren para alguna actividad colabora «con todo».

m. mínguez valencia