Cuando uno sigue por televisión o por la prensa los debates que se producen en la Asamblea de Madrid no puede dejar de sonrojarse y de sentir vergüenza ajena. No hay día que la presidenta Isabel Díaz Ayuso no suelte un exabrupto, jaleado por la bancada popular.

 La política debería servir para otra cosa que no sea para caer en el insulto y la descalificación permanente. Su última intervención en la Asamblea de Madrid para atacar al Gobierno español por su decisión de declarar el Estado palestino y decir que Sánchez avala el terrorismo de Hamás como el de ETA al llegar a pactos con Bildu es sobrepasar todos los límites.

Como indeseable fue el gesto que utilizó un diputado de Más Madrid, simulando disparar con un arma, como ya hizo la hoy ministra de Sanidad, Mónica García.

Tampoco la labor de la oposición resulta muy edificante, cargando sobre la presidenta de la Comunidad de Madrid la responsabilidad política de algo por lo que está siendo juzgada su pareja. Siendo cierto que se equivocó de estrategia, saliendo en defensa de su pareja cuando se conocieron los hechos del fraude a Hacienda que había cometido su novio, convirtiendo el asunto como en algo propio, la oposición está utilizando este caso para erosionar su figura, sin ninguna base legal para ello. Se sigue acusando a su hermano de corrupción por el tema de las mascarillas cuando el caso ha sido archivado por la fiscalía anticorrupción al no encontrar ningún indicio de delito. El propio Pedro Sánchez en sede parlamentaria acusó a la presidenta de la Comunidad de Madrid de corrupción por las comisiones de las mascarillas en plena pandemia y pidió su dimisión.

Unos y otros están contribuyendo a una polarización de la sociedad que no es nada buena para nuestra salud democrática.