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El día que el Gobierno estuvo a punto de cerrar Benidorm

El Ejecutivo se llegó a plantear en 1978 cerrar al turismo la capital de la Costa Blanca por la falta de agua

El día que el Gobierno estuvo a punto de cerrar Benidorm

Si alguien en la Comunitat Valenciana sabe bien qué es y qué significa sufrir una prolongada sequía, sin la menor duda es el municipio de Benidorm. El año 1978 permanece grabado a fuego en la memoria de quienes conocen la historia del pueblo. Era primavera, y a las puertas de la temporada turística alta se agotaron las reservas de agua potable y se secaron todos los pozos.

El problema, de órdago, movilizó hasta al Gobierno central, que no destacaba precisamente por sus ideas brillantes. Una comisión interministerial llegó a proponer en los primeros días del mes de junio nada menos que «cerrar Benidorm» a la entrada de turistas, que serían forzosamente desviados a otros enclaves costeros de España en evitación de una temida y más que probable epidemia, amén de un sinfín de riesgos sanitarios por falta de higiene. Tamaña barbaridad hubiera supuesto una estocada mortal a un municipio que vivía (y vive) por y para el turismo.

Los detalles de aquella disparatada propuesta, que fue neutralizada personalmente por Joaquín Garrigues Walker, a la sazón ministro de Obras Públicas y Urbanismo del Gobierno de Adolfo Suárez, no se han conocido hasta ahora, cuando el entonces alcalde Rafael Ferrer Meliá se ha decidido a contarla con todo lujo de detalles ante las cámaras de la Fundación Frax, que recopila testimonios de interés para dar forma a los fondos documentales del futuro Museo del Turismo.

Primavera de 1978. La sequía en Benidorm y prácticamente la totalidad de la comarca de la Marina Baixa es extrema, hasta el punto de que movilizó a todos los ayuntamientos de la zona, la Diputación Provincial, al Gobierno central y hasta al Ejército. La Generalitat era un proyecto, hacía escasamente un año que los españoles se habían estrenado en las urnas, faltaba más de seis meses para que votáramos la Constitución y abrazáramos plenamente un sistema democrático que tanto anhelábamos… y en Benidorm no había ni una gota de agua para consumo humano. Los pozos que se explotaban hasta entonces se habían secado o salinizado, y su escaso caudal no servía ni para riego de los campos.

En Benidorm, el municipio más afectado, estaba a punto de arrancar una nueva temporada turística alta y se esperaba a cientos de miles de visitantes nacionales y extranjeros durante los meses de estío. La política local era ciertamente convulsa. En mayo del año anterior había sido destituido como alcalde Miguel Pérez Devesa, y le sustituyó José Llorca, que en abril de 1978 dimitió porque las autoridades de Madrid habían decidido conceder a la vecina la Vila Joiosa un casino de juego y el hospital comarcal, dos instalaciones a las que aspiraba Benidorm.

Así, de rebote, y a propuesta del gobernador civil, llegó Rafael Ferrer Meliá al cargo de alcalde. Con fecha de caducidad, pues en abril de 1979 se celebrarían los primeros comicios municipales democráticos y debería traspasar el bastón de mando a quien resultara vencedor en las urnas.

«Se acabó»

Nada más tomar posesión, los técnicos municipales le desvelaron una cruda y durísima realidad. «¡Se acabó!», fue la lapidaria sentencia de los funcionarios. Por los grifos no iba a salir agua en muchos meses, tantos como tardaran en llegar las lluvias del otoño, y para eso faltaba mucho. Ni gota hasta entonces. No había reservas, y eso significaba la ruina total para el municipio, absolutamente dependiente del turismo.

¿Qué hacer…? Pues lo que hacían todos los alcaldes de España en esa época: pedir ayuda al Gobierno de Madrid, vía gobernador civil, que era algo así como el enlace con esa especie de más allá que era la mastodóntica Administración central. «Había que ponerse a trabajar de inmediato, y el problema tenía que llegar a oídos de los ministros y el presidente Suárez, porque nosotros no teníamos ni recursos ni soluciones», rememora Rafael Ferrer Meliá a preguntas de la Fundación Frax.

Y a Madrid que se fue el recién nombrado alcalde, acompañado por el entonces presidente de la patronal turística, Manuel Navarro Padilla, y por el ingeniero del Ayuntamiento José Ramón García Antón, quien décadas más tarde llegó al cargo de conseller de Infraestructuras.

El Gobierno entendió rápidamente que el problema que se le planteaba era de calado, y en pocas semanas constituyó una comisión interministerial para buscar soluciones. En ese órgano se integraron el propio Garrigues Walker; el ministro de Comercio y Turismo, Juan Antonio García Díez; el de Hacienda, Francisco Fernández Ordóñez, y el de Interior, Rodolfo Martín Villa. Técnicos de otros departamentos también se implicarían. Y, por supuesto, los representantes de Benidorm.

Que el tema no era de fácil solución se entendía, pero las fórmulas iniciales que se pusieron sobre la mesa eran como para echarse a llorar, cuando no a reír. Ferrer Meliá y Navarro Padilla no daban crédito a lo que oían.

La primera de las ideas (de autor desconocido y relegado al ostracismo en lo que a Benidorm se refiere), consistió en enviar grandes buques a los glaciares del norte de Europa, enganchar inmensos tempanos de hielo y remolcarlos hasta Benidorm en una travesía que recorrería el Mar Báltico y el Mar del Norte para adentrarse en el Atlántico, y de allí al Mediterráneo español. «Aquello era una locura», recuerda, todavía atónito, el alcalde Ferrer Meliá. «Por los archivos de algún ministerio estará el proyecto», dice entre sonrisas.

Eran tantas las dudas y preguntas que se pusieron sobre la mesa que la operación iceberg se descartó casi de inmediato. ¿Cuánto duraría el viaje? ¿Qué porcentaje de hielo llegaría finalmente a Benidorm tras un recorrido tan largo? Si algo llegaba, ¿cómo se trasladaría el bloque a los depósitos para suministrar agua a la población?

La segunda idea sí tiene autor, de muy triste recuerdo por cierto. Juan Antonio García Díez, ministro de Comercio y Turismo, nada menos, se levantó con semblante serio y propuso prohibir la entrada de turistas a Benidorm ese verano. Tenía su motivación, centrada en el más que evidente riesgo sanitario por falta de higiene. «Manuel Navarro Padilla y yo nos miramos y nos quedamos blancos… Planteaba el ministro cerrar Benidorm a los turistas. ¡Casi nada! Le dijimos que eso no podía ser de ninguna manera, y que teníamos que sacar flote el tema como fuera».

García Díez, ante la férrea oposición de aquel alcalde, le miró fijamente a la cara y le espetó: «Si se mantiene abierta la ciudad, ustedes serán responsables directos de lo que pase». Rafael Ferrer estuvo ágil, y contestó tajante: «No… seremos responsables todos los que estamos en esta comisión».

El cariz que tomaban los acontecimientos forzó la mediación directa y determinante de Joaquín Garrigues Walker, que actuaba como presidente del órgano constituido con urgencia. El ministro de Obras Públicas y Urbanismo apoyó al alcalde, y ordenó que se buscaran otras soluciones, por disparatadas que pudieran parecer.

La primera de ellas requirió la participación del Ejército de Tierra. Todos los camiones-cisterna de su propiedad con base en el acuartelamiento de Rabasa de Alicante fueron movilizados para transportar agua potable a Benidorm de forma continuada, y durante todo el día. «Aquello alivió un poco la situación, pero no era suficiente porque las cubas eran pequeñas y Benidorm muy grande», señala el exmunícipe. Poca agua para tanta sed.

Fue entonces cuando, por fin, a alguien se le ocurrió un remedio temporal que podía salvar la temporada turística: llevar agua a Benidorm, vía marítima, en grandes cargueros. Tras mucho debate, todos coincidieron en que no había otra, y comenzó la operación para salvar a Benidorm. La propuesta, aunque parecía igualmente descabellada, podía suponer la solución momentánea del problema, como de hecho así fue. Transportar agua hasta Benidorm en cantidad suficiente en el interior de grandes buques, desde donde sería canalizada a los depósitos de la ciudad, requería un operativo importante, que movilizó a mucha gente.

Dicho y hecho. Se localizaron dos barcos cisterna, en esos momentos dedicados a transportar aceite de cacahuete a Argelia. Para evitar indemnizaciones, el Gobierno se incautó de las embarcaciones por una cuestión de emergencia. Rápidamente fueron trasladados al puerto de Alicante y sometidos a una limpieza en profundidad mientras la compañía de aguas construía (también por vía de urgencia) una conducción especial para cargar el agua potable al interior de los buques.

Mientras, en Benidorm arrancaron otras obras igualmente importantes para habilitar grandes tuberías submarinas desde la bahía hasta el puerto de la ciudad, trabajo del que se encargaron los buzos de la Armada Española. Allí, el agua se cargaría en camiones cisterna, encargados de transportarla a los depósitos que suministraban a la ciudad. «Los depósitos se vaciaban enseguida», rememora Ferrer Meliá, «y por eso los dos grandes buques hacían viajes constantemente, mañana, tarde y noche».

Mientras los cabezapensantes ministeriales ponían sobre la mesa la idea de remolcar grandes icebergs desde Finlandia, un geólogo de la compañía de aguas de Alicante, de nombre José Luis Hervás, se plantó en Benidorm y anunció que la solución podía estar a escasos 24 kilómetros montaña arriba. Él estaba convencido de que en el subsuelo de Castell de Guadalest había agua suficiente para abastecer a la comarca, y así, mientras los barcos iban y venían para garantizar el suministro, arrancaron las gestiones para perforar y saber si el técnico tenía razón. El primer intento fue fallido. Guadalest no era el punto, y Hervás apuntó entonces que quizás los acuíferos subterráneos estaban un poco más arriba, concretamente en Beniardá. Tenía que haber agua, según indicaban sus estudios e investigaciones, y fue directo al sitio.

Y dit i fet. Las perforadoras se trasladaron a Beniardá, y en pocos días afloró un caudal que para la comarca de La Marina Baixa era oro líquido. Una vez localizado el que, a la postre, sería el gran acuífero (un mar de agua potable a escasos metros de profundidad), se construyeron las canalizaciones de elevación de aguas al Algar, embalse de Guadalest y del Amadorio. De no disponer de agua para llenar un biberón, a ser ejemplo de su aprovechamiento integral. Eso resume lo que es hoy Benidorm y La Marina Baixa en lo que al ciclo del agua se refiere. «Lo que no sabíamos es que esos acuíferos resultarían la solución definitiva y para siempre a nuestra endémica sequía. Hoy seguimos bebiendo de allí, y no hay ningún problema», apunta Ferrer Meliá.

Una vez superada la crisis del agua, y a punto ya de comenzar el invierno de aquel 1978, el ministro Garrigues Walker citó al exalcalde en su despacho de Madrid. Acudió acompañado de su ingeniero jefe. Garrigues le felicitó por la resolución del problema y por el descubrimiento de los acuíferos de Beniardá. «Ya lo hemos hecho», le dijo, «y ahora, en compensación por tanto sufrimiento, pídeme algo para el pueblo».

Quien tuvo reflejos en ese momento fue el funcionario, José Ramón García Antón, quien susurró al oído a su alcalde que pidiera la construcción de una carretera de circunvalación, que pondría fin al caos circulatorio y daría fluidez a las salidas y entradas de vehículos al municipio. «Dicho y hecho, se la pedí, el ministro llamó a su secretario y le dijo que convocara de urgencia para el día siguiente al Consejo Superior de Carreteras». Y en apenas 24 horas ese órgano aprobó el vial y activó el mecanismo de expropiaciones y redacción del proyecto. Poco después arrancaron las obras.

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