La boda de Almeida

Alberto Soler Montagud

Alberto Soler Montagud

Yo de cine entiendo lo justo, pero me da que Berlanga le habría sacado un buen provecho a la boda de Almeida.  Imagino de pronto el film de una burlesca sátira protagonizada por políticos ávidos de medrar (y de muchas más cosas), burgueses acaudalados, nobleza de rancio abolengo (tanto en activo como venida a menos), realeza de esa que no paga impuestos en su país sino en un lejano emirato y, cómo no, una plebe sumisa y dispuesta a darlo todo por Dios, por la Patria y el Rey igual que hicieron quienes les precedieron.

Agradecería que un experto en el rastreo de las hemerotecas me aportara luz a la duda de si en este santo país hay antecedentes —en cualquier ciudad, aunque sea pequeña— de la boda de un alcalde o alcaldesa tan mediática como el show que han montado los medios (incluso interrumpiendo la programación televisiva) con motivo del enlace de José Luis Martínez-Almeida y su aristocrática novia, un bodorrio con aroma de alcanfor que se me antoja una versión deslustrada de los esponsales de Ana Aznar y Alejandro Agag, un despliegue nupcial que marcó un hito en 2002 al no tener mas precedente que las bodas de las infantas Elena y Cristina. Tanto es el parecido que percibo entre ambos esponsales que no descarto que entre los asistentes a la boda de Almeida hubiera personajes y personajillos proclives a ser imputados —o investigados— más pronto o más tarde por asuntos varios de cariz gurteliano.

Durante unas horas, ese Madrid que tanto gusta a los españoles de bien, a los prosélitos borbónicos y a los votantes mas conservadores, se me antoja como si viviera un regreso a aquel pasado rancio y trasnochado que tantos echan de menos aunque sólo lo conozcan por el testimonio de quienes les precedieron.

Que mal rollo me inspiran esos personajes y personajillos de talante soberbio y engreído, que darían lo que fuera para que su patria pasara a ser una autocracia camuflada con trazas de democracia, un lugar paradisíaco —sobre todo para ellos y ellas—  donde hubiera libertad sin libertinaje, una libertad de esas que a nadie hace libre aunque se lo hagan creer a expensas de ponerles fácil el tomar una caña en cualquier terraza y fumar exhalando el humo de sus cigarros directo a la naricita del bebé que una madre amamanta en la mesa de al lado.