No hagan olas

La cocina es antropología

Juan Lagardera

Juan Lagardera

La cocina ancestral está de moda. Tanta gastronomía molecular y tecnoemotiva ha terminado por provocar un viraje radical, primero hacia el producto y, como consecuencia de este, unas prácticas culinarias primigenias, que no primitivas, basándose en la simplificación de los procesos para extraer los sabores más naturales. Todo empezó con el gastroenterólogo americano Walter L. Voegtlin, precursor a mediados de los años 70 de la llamada dieta paleolítica, y con el anterior manifiesto gastropaleolítico fechado en 1964 por el surrealista francés Joseph Delteil y su pareja Caroline Dudley, antecesores de una de las modas más arraigadas en el naturismo occidental, suplantada ahora por el popular ayuno intermitente.

La coquinaria devino décadas más tarde en una guerra cultural, cristalizada entre el revolucionario Ferran Adrià y el tradicionalista Santi Santamaría, uno desde una cala ampurdanesa, el otro junto al Montseny. Ambos cerraron el Mercado Central de València para dar de comer a lo grande. El de Montjoi a los invitados de Miuccia Prada (en el 2007, durante una noche mágica de la Copa del América), el de Sant Celoni a los agentes comerciales y directivos de Édouard Michelin (en 2005 y con la colaboración de La Sucursal y las paellas de Rafael Vidal).

Ya por aquel entonces, el mismo Adrià contaba a quien le quería escuchar que la alta cocina proponía una experiencia sensitiva en todos los órdenes más que una comida formal, y mucho menos de a diario. En los hoteles cercanos al Bulli los novatos comensales con reserva en el restaurante de Ferran, preguntaban qué desayunar para poder afrontar en la mejor de las condiciones la película culinaria –que podía alcanzar los treintaytantos platos– que se les avecinaba. Obviamente, a un restaurante de tales características solo se iba una vez por temporada, lo que obligaba al cocinero y sus equipos de investigación a renovar casi al completo la carta todos los años. Eso explica el agotamiento creativo que hizo abandonar a Ferran o hace unos días al danés del Noma, René Redzepi, mientras otros chefs buscan fórmulas alternativas abriendo franquicias o restaurantes con conceptos diferentes, pero con la marca de calidad de su reconocimiento culinario.

En la misma época en que la cocina adrianesca tomaba la Bastilla dejando boquiabiertos a los chovinistas de Francia, en las faldas del Urquiola, a dos pasos de Durango, un iluminado parrillero, Bittor Arguinzoniz, transformaba un antiguo asador vasco de chuletón y tente tieso en una experiencia novedosa. Su restaurante, Etxebarri, se convertía en una fragua de experimentos con diversas clases de leñas y artefactos para poder llevar a las brasas productos extraños a esta forma de cocina como las ostras o las angulas. Bittor triunfó entre los propios cocineros de la alta gastronomía y acabó por ser parachutado a la tercera posición del ránking de mejores restaurantes del mundo por la prestigiosa revista inglesa Restaurant.

Aquel éxito del Etxebarri marca la tendencia actual hacia la cocina de las brasas. Tras él les ha llegado la fama internacional a los asadores cantábricos situados en Guetaria: principalmente a Elkano –a cuyo mando figura Aitor Arregui, exdefensa del Villarreal y del Elche–, pero también a Kaia, Txoko, Astillero… O a los asturianos y gallegos, del Güeyu Mar en Ribadesella al chiringuito Golfo Nordés en la playa coruñesa de Razo. Hasta Oporto llega esta influencia gracias al Semea by Euskalduna, el asador vasco de moda en Portugal. De esas fuentes mana también la fórmula del Llisa Negra que abrió Quique Dacosta en el centro de Valencia, a uno de cuyos encuentros gastronómicos acudió, precisamente, el mismo Bittor Arguinzoniz.

La ola ha llegado, al fin, a orillas valencianas. En el pueblo alicantino de Benidoleig, un joven Miquel Gilabert ha reformado el bar de sus padres para ofrecer una versión auténtica, casi ascética, de la cocina de brasas a la mediterránea. No hay encina ni robles ardiendo en la cocina, sino sarmientos; y no son chuletones ni rodaballos lo que se asa en sus fuegos, sino productos de la lonja cercana de Dénia como rayas, san pedros o gallinetas; ni nada de carnazas de vaca sino conejo silvestre o perdices. Mare se llama la propuesta.

En la misma València, un joven cocinero de Xàtiva, Edu Espejo, ha inaugurado hace pocas semanas otra experiencia en la misma línea. Flama es su restaurante, en una esquina de la Gran Vía, que comparte con su amigo, el maître Ricardo Espíritu. Aquí la leña es de carrasca, cuya lenta ignición favorece unas brasas duraderas. Cuelgan los pescados atlánticos en una nevera a la vista, al igual que los fuegos. Pero también hay carnes y verduras, incluso crestas de gallo, todo alrededor del asador, entrecruzando influencias de la cocina cantábrica pero también de la gastronomía japonesa al carbón vegetal. De momento, hay colas.

Este renacer de una cocina más natural nada tiene que ver con las parrilladas de embutidos y chuletas de cordero con ajoaceite que tanto proliferan entre las cuadrillas de amigos o en las veladas chaleteras por vacaciones. La vuelta al fuego primigenio tiene mucha técnica y conocimiento detrás, e incluye también aliños, maceraciones y confitados de productos, en general, de alta calidad. Es otra dimensión de la culinaria que se vive como reacción al abuso de las preparaciones bioquímicas, pero que no podría haberse producido ni entendido sin esa revolución micromolecular previa. La antítesis siempre sucede a la tesis y, por lo general, ambas no se refutan, sino que aprenden a convivir creando, incluso, territorios de transfusión de técnicas y conocimientos. Al fin y al cabo, la cocina es una manifestación antropológica que puede explicar la evolución humana. De lo crudo a lo cocido como comprendió Lévi-Strauss. Por eso es imposible dar con una receta única y canónica de la paella valenciana por más que algunos se empeñen en ello.

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