Esas siete malditas letras

Lloré de rabia, de ignorancia. No entendía por qué; tal vez, ni siquiera sabía qué significaba ser "maricón".

Durante años, no supe sentirme orgulloso de cara a los demás. Es un proceso aprender a sentirse juzgado sin darle importancia. Porque me siguen juzgando.

Grupo de participantes en la manifestación del Orgullo en València

Grupo de participantes en la manifestación del Orgullo en València / Eduardo Ripoll

Lluís Pérez

Lluís Pérez

"MA-RI-CÓN". No sé si tenía diez u once años, pero recuerdo perfectamente -edad aparte- la primera vez que esas siete malditas letras me hicieron llorar. Eran las tres de la tarde, a la puerta del colegio. Un chico de otra clase llevaba semanas repitiéndome, machacándome con ese insulto y, simplemente, estallé. Corrí con lágrimas en los ojos hasta lanzar contra el suelo el libro que portaba en la mano; desde niño me ha apasionado la lectura. No supe defenderme. Lo hizo mi hermana, una renacuaja de ocho años abalanzándose contra ese niño, cuyo nombre no recuerdo, mientras recogía de la acera mi ejemplar de La comunidad del anillo; perdón señor Tolkien

Lloré de rabia, de ignorancia. No entendía por qué; tal vez, ni siquiera sabía qué significaba esa palabra ni cuántas connotaciones implicaba. Tampoco me había planteado mi orientación sexual. ¿Cómo iba a pensar entonces en ello? ¿Acaso sabía qué opciones existían? Años más tarde, entendí el porqué. Era un niño sensible, al que no le gustaba el fútbol, con facilidad para entablar amistad con las niñas y con algo de "pluma". No casaba en los arquetipos de un hetero-normativo. Y, por tanto, sin ni siquiera yo saberlo, estaba condenado a recibir la etiqueta de homosexual.


Me sentí juzgado sin razón aparente, por algo de lo que yo no era responsable. No fue la única vez; hubo más: llamadas telefónicas a mi prima haciéndose pasar por mí y confesando mi homosexualidad o algunas cuantas notas en la capucha de las sudaderas en mi adolescencia. Tampoco diré que excesivas; en parte, me siento afortunado. ¿Por qué debería sentirme con suerte? ¿Por no sufrir episodios de humillación repetitivos como otros? ¿Por no haber sido agredido? Pensarlo es, sinceramente, surrealista. 

La sensación de sentirme juzgado me acompañó durante muchos, muchísimos años; demasiados. Sufrí la rabia de tener que dar la razón a todos aquellos jueces, creadores de etiquetas, que me la pusieron antes incluso de conocerme a mí mismo.
 

Lloré (de alegría esta vez) al verbalizar en voz alta mi homosexualidad. Tenía 30 años. Cuánto me arrepiento ahora de los años en silencio, las experiencias perdidas y de no haber sido totalmente sincero con quienes más me quieren. Siempre me acepté, pero no supe sentirme orgulloso de cara a los demás

Es un proceso aprender a sentirse juzgado sin darle importancia. Porque me siguen juzgando. No puedo tener un mejor amigo heterosexual al que querer inconmesurablemente, como Tully y Mularky en la deliciosa a la vez que descorazonadora Firefly lane de Netflix; he de estar enamorado de él. No pueden saludarme dándome la mano como a los novios de mis amigas o los maridos de mis primas; tienen que saludarme con dos besos. No debo cantar un pasaje demasiado ligero en mis clases de canto lírico; he de interpretarlo sin "amariconarlo".


Sé que la mayoría de estos comentarios o acciones son sin mala intención, pero persisten en mi día a día. Seguimos viviendo en una sociedad juzgadora y parece ir a peor. Las noticias de la prohibición de banderas LGTBI en Nàquera, el crecimiento de la LGTBIfobia en las redes sociales o los discursos de negación de la misma son una muestra de que no mejoramos, involucionamos. 

No me preocupa por mí, aprendí a vivir juzgado, sino por ese pequeño niño que llora, como yo hace más de veinte años, a las puertas del colegio. Alguien que aún no ha aprendido, que ni siquiera entiende el por qué. Un niño que llora por culpa de esas siete malditas letras que nos marcaron a tantos.